El inicio el próximo lunes del juicio por presunto abuso sexual de una chica en Pozoblanco por parte de cuatro de los integrantes de La Manada de Pamplona hará que volvamos a iluminar una realidad que durante mucho tiempo ha sido invisible. Más allá del debate sobre la urgente reforma del Código Penal, que evite las perversas distinciones entre abuso y agresión sexual, y ante el aumento alarmante de este tipo de delitos ejecutados por varios hombres a la vez, se impone una reflexión seria sobre qué modelo de masculinidad, y a su vez de sexualidad masculina, seguimos alimentando en las sociedades contemporáneas. Porque seguiremos equivocando las estrategias mientras que solo nos fijemos en las víctimas, a las que, por supuesto, hay que proteger y reparar el daño causado, y olvidemos a quienes son responsables de dichas violencias.

El único rasgo que comparten los responsables de las múltiples violencias que afectan a la mitad femenina de la ciudadanía es el hecho de ser hombres. Los hay de todas las edades, nacionalidades, estatus económico o nivel cultural. El único rasgo más significativo en el ámbito concreto de las agresiones sexuales es que en los últimos años están creciendo significativamente las cometidas en grupo y además por chicos jóvenes, incluso menores de edad. Todos estos datos, que son datos estadísticos y no meras opiniones -ahí está el último Informe de la Fiscalía General del Estado como muestra- deberían alertarnos de lo urgente que es poner el foco en los hombres y en cómo seguimos construyendo nuestra subjetividad, la cual siempre ha de situarse en el contexto de unas relaciones que todavía hoy marcan asimetrías entre nuestro lugar en el mundo y el que ocupan las mujeres. Y en esa urgencia debería ocupar un lugar destacado la educación de unos jóvenes que en materia de sexualidad no hacen sino seguir los referentes de la pornografía a la que con tanta facilidad acceden por Internet. Es decir, unos chicos que se están (mal)educando en un imaginario que acentúa la ley masculina del dominio sobre la femenina del agrado, la omnipotencia viril frente a la permanente disponibilidad de las chicas, la reafirmación de la fratría gracias a la cosificación de las mujeres. Un escenario perfecto que además abonan discursos tan neoliberales como la supremacía de los deseos individuales, la capacidad del dinero para comprar placer o la conversión del ocio en un paraíso en el que parece no importar instrumentalizar el cuerpo o la sexualidad ajenas.

Me imagino que en los próximos días volveremos a debatir sobre lo injusto de un Código Penal que continúa respondiendo a los intereses de quienes siempre tuvimos la palabra, cuestionaremos el funcionamiento de una Administración de Justicia para la que en gran medida el género sigue siendo una ideología y no una perspectiva sin la que no es posible hacer efectiva la igualdad, e incluso puede que, como hombres, mostremos nuestra solidaridad con lo mucho que sufren nuestras compañeras. Creo, sin embargo, que ha llegado la hora de que precisamente nosotros, los que seguimos teniendo el privilegio, institucionalmente reconocido a través de la prostitución, de usar y abusar de los cuerpos femeninos, demos un paso al frente e iniciemos una acción política que rompa silencios y que desmantele una virilidad que provoca monstruos y víctimas. Ese es el gran reto, personal y colectivo, que casos como el que a partir del lunes se enjuicia debería plantearnos a quienes, aunque no seamos maltratadores, violadores o agresores, somos parte de una masculinidad y de una cultura machista con la que no acabará una simple reforma del Código Penal.

*Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba.