Lo de ser castizo es, más que un atributo, un privilegio que no está al alcance de cualquiera, menos aún si hablamos de un barrio de una ciudad como Córdoba, poseedora de uno de los cascos antiguos más grandes de Europa. Pero Santa Marina sí puede decir, sin ambages, que es uno de esos lugares genuinos que han mantenido su esencia a lo largo de los siglos.

Ubicado en el barrio histórico de la Axerquía, en la parte oriental del conjunto histórico, Santa Marina comenzó a tomar impulso en la Edad Media, tras la conquista de Córdoba por parte de Fernando III de Castilla. Aquí, bajo las órdenes del monarca, se construyó la mayor de las iglesias fernandinas de la ciudad, un lugar de culto pero también cabeza administrativa de las collaciones o barrios que empezaron a conformarse a partir del siglo XIII. El templo ha presidido desde entonces el centro del barrio y en torno a él ha bullido la vida en los últimos siglos.

La iglesia de Santa Marina es una de las joyas de la arquitectura religiosa de Córdoba y en sus muros y naves se ve la huella de distintos periodos artísticos, desde el tardorrománico al barroco, pasando por el gótico y el mudéjar. La parroquia tuvo ocultos parte de sus encantos durante décadas, ya que se levantó un muro alrededor del ábside que impedía contemplar el contorno del templo, pero el cercado se echó abajo en el 2007 y la zona se reurbanizó para hacer una plaza.

Justo enfrente se encuentra la Plaza de los Condes de Priego, una de las más emblemáticas de Santa Marina. En este lugar, donde hasta los años 60 hubo una gran casa solariega propiedad de la familia que da nombre al entorno, se levanta un conjunto escultórico en homenaje a Manolete, uno de los numerosos vecinos toreros que ha tenido el barrio y que durante años vivió en la cercana Plaza de la Lagunilla. En esta última se encuentra una de las pocas casas de paso que quedan en Córdoba y que tiene salida a la calle Chaparro, perpendicular a la calle Marroquíes y muy cercana a la casa patio que se ubica en el número seis, uno de los pocos ejemplos vivos de una casa de vecinos, con zonas comunes, que se mantiene intacta.

Santa Marina cuenta entre sus calles con dos conventos: el del Colodro, construido en la actual calle Mayor de Santa Marina, junto a la antigua puerta de la muralla, y levantado en honor a los patronos de Córdoba, San Acisclo y Santa Victoria; y el convento de Santa Isabel de los Ángeles, fundado en el siglo XV por la marquesa de Villaseca en la Plaza de los Condes de Priego. Hoy este cenobio ya no alberga a la orden de las clarisas, que hasta hace muy poco obtenían recursos económicos despachando sus dulces al barrio, porque las monjas vendieron el edificio en 2016 y en la actualidad va camino de convertirse en un hotel de lujo.

Santa Marina es un laberinto, repleto de pequeñas calles que surgieron en el bajomedievo y que estaban protegidas por la antigua muralla de la ciudad. Aún hoy quedan importante vestigios en el barrio de aquel cercado, como los restos de la calle Adarve, que comunicaba la Puerta del Rincón, situada a comienzo de la calle Alfaros, con la Torre Malmuerta, una atalaya levantada en el siglo XV con fines defensivos y protagonista de varias leyendas de Córdoba.

Teodomiro Ramírez de Arellano, en sus Paseos por Córdoba, señala que parte de la construcción de la Torre Malmuerta se sufragó gracias «un privilegio de 1405, en que (el rey) D. Enrique manda destinar a esta obra el producto de multas a los tahures y garitos».

Pero Santa Marina, conocido también por el Barrio de los Piconeros porque muchos de sus vecinos se dedicaron a la extracción de picón, guarda entre sus entrañas otros tesoros, lugares que están en la memoria de toda la ciudad, como la Piedra Escrita, la fuente del siglo XVIII ubicada en la calle Moriscos, camino ya de San Agustín, o el Palacio de Viana, una de los grandes casas solariegas de la ciudad. Son algunos de los secretos a voces que se custodian en el entramado infinito de sus callejuelas.