NACE EN BAILÉN (1937).

TRAYECTORIA: ABOGADO DE PROFESIÓN, ENTRE 1979 Y 1983 FUE EL PIMER PRESIDENTE DE LA DIPUTACIÓN EN DEMOCRACIA, TRAS LIDERAR LA CANDIDATURA MUNICIPAL DE UCD.

Diego Romero es un hombre discreto y tranquilo. Tanto que, salvo en el terreno de la abogacía, ha permanecido en silencio desde que en 1983 dejara la política, que para él es un servicio "en el que cada uno debería dar lo mejor de sí". Así lo entendió durante los cuatro años en que fue el primer presidente de la Diputación cordobesa que tuvo la democracia, un mandato en el que demostró sus dotes de gestión y de consenso. Luego se apartó de la vida pública. "Y nunca me he arrepentido de hacerlo", considera ahora, aunque se le escapa una sonrisa nostálgica al ojear el álbum de fotos donde guarda la memoria gráfica de aquel tiempo.

--¿Qué ha sido de usted en estos casi 30 años?

--Volví a mi vida de antes y a mi puesto de trabajo. Yo era en aquella época asesor de la Compañía Sevillana y recuerdo que al día siguiente de dejar la Diputación me presenté allí, fiché y ocupé de nuevo mi despacho. Sin ningún trauma.

--Ahora, ya jubilado desde el 2010 y con su bufete cerrado, ¿no lo echa en falta?

--Sí. Comprendo que todo tiene un punto final y que las cosas son como son, hay que aceptarlas. La legislación ha sido tan profusa en estos últimos tiempos, la jurisprudencia tan abundante que el estar actualizado representa un esfuerzo ya incompatible con mi edad. Hay quien sigue y yo le alabo el gusto y además lo admiro.

--¿Qué lo inclinó hacia el mundo del derecho? ¿Tenía antecedentes familiares?

--No, ninguno, mis padres eran unos modestos comerciantes de pueblo. Me gradué y ese mundo me gustó, tampoco me planteé antes otra alternativa. La verdad es que en aquel Bachillerato de los siete años más la Reválida no había mucho tiempo para pensar sino para estudiar como locos.

Su familia, de Castro del Río, tuvo que huir del pueblo al inicio de la guerra, cuando entraron los nacionales, no por estar "políticamente señalada", como se decía entonces, sino porque el Frente Popular, dice, obligó a la población a dejar el pueblo vacío, para que cuando llegaran los vencedores no encontraran a nadie en él. "Entonces mi familia y muchísimos más salieron campo a través en busca de un sitio donde alojarse --añade refiriendo lo que años después le contó su madre--. Mis padres y mi hermana se fueron a Bailén porque allí mi abuelo materno tenía un amigo comerciante y les ofreció su casa".

--Y allí nació usted, ¿no?

--Sí, y allí estuvimos hasta que acabó la guerra, que nos volvimos a Castro. Pero sin mi padre, que murió durante la contienda.

--¿Murió en el frente?

--Sí, pero según nos dijeron de muerte natural. Yo luego hice indagaciones y parece que fue así. Estaba en un destacamento en Castell de Ferro (Granada), que era zona roja.

--Su madre debió de echarle mucho valor a la vida para sacar adelante a sus hijos viuda en aquellos años de estrechez.

--Era una mujer de mucho coraje, luchó mucho por sacarnos adelante y lo consiguió. Mi padre había tenido una tienda de tejidos, pero cuando volvimos después de la guerra no quedaban en ella más que las estanterías. Mi madre para salir adelante se dedicó a ofrecer otros productos, lo que entonces se llamaban ultramarinos. Recuerdo que iba allí la gente con sus cartillas de racionamiento.

--Bueno, al menos a ustedes comida no les faltaría.

--No recuerdo haber pasado hambre, pero sí haberla percibido en mi entorno.

--¿Cómo era Castro del Río en los años de postguerra?

--Era un pueblo eminentemente agrícola, grande, de gente muy sociable, muy agradable. Pero lo que más recuerdo es la escasez de aquellos años, la sequía, la falta de cosechas, el paro tremendo, el hambre... Todo eso forma un revoltijo en mi cabeza que me hace pensar que mi infancia no fue feliz. Fue una época muy dura, y los niños no estábamos ajenos a aquellos problemas.

--¿Y su escuela, cómo era?

--Tuve una maestra excepcional, doña Pepa Carpio, una castreña adelantada a su tiempo y de ideas avanzadas que tras la guerra fue desposeída de la dirección de un colegio en Castilla y para sobrevivir acabó dando clases en el salón de su casa. Ella me preparó para Ingreso, primero y segundo del Bachiller, que

hice por libre. Conseguimos una beca del Ayuntamiento y un pariente muy querido por mí hizo frente a los gastos, y así pude venir a Córdoba a estudiar en el Colegio Salesiano como interno.

--¿Qué Córdoba se encontró?

--Yo entonces Córdoba no la viví. Del colegio los internos salíamos los domingos a dar un paseo y pare usted de contar. Pero tengo un recuerdo vivo y es del día que se celebró una corrida conmemorativa de la muerte de Manolete. Aquel día pasamos en grupo por Ronda de los Tejares y siempre me acordaré de que había un Aiga color crema aparcado delante de la puerta de la plaza y de aquel cochazo se bajó un señor corpulento vestido con un traje claro de lino y sombrero, que hizo señas para que se acercara a un hombre de aspecto modesto que llevaba en la mano la entrada a los toros. Los chiquillos nos pusimos alrededor, y oímos que aquel hombre con pinta de indiano opulento le preguntaba al otro: "¿Usted dónde va?". "Yo, a los toros", le contestó. "No, usted no va a los toros, esa entrada no es de usted". Y empezó a ponerle billetes encima de la mano hasta que el otro le dijo: "Lleva usted razón, yo no voy a los toros".

Aparte de las sorpresas que de tarde en tarde podía deparar la ciudad en sus paseos dominicales a aquel joven curioso, obligado a hacer vida de seminarista laico, Diego Romero no empezó a conocer realmente Córdoba hasta que en 1958 volvió de Sevilla, donde había pasado cinco años estudiando Derecho. Así lo recuerda ahora, sentado en el salón de su casa ante una grabadora que, dada la soltura narrativa con la que se expresa, se ve que no le intimida lo más mínimo. "Me encontré una ciudad agrícola, siempre pendiente del cielo. Aquí no había más que cuatro industrias: la Electromecánica, Cenemesa, la Azucarera de Villarrubia y Asland --enumera--. Era una sociedad un tanto endogámica y encerrada en sí misma, sin apenas actividades".

--Pero la gente se divertía. ¿Cómo lo hacía usted?

--Yo estaba aquí de lunes a sábado, porque los sábados se trabajaba entonces, y ese día por la tarde me iba en la Alsina a Castro a ver a Carmen, la que entonces era mi novia y luego fue mi mujer, y a mi madre. Entre semana trabajaba todo el día y a eso de las nueve de la noche me iba a la taberna de Salinas, en la confluencia de Cruz Conde con San Alvaro, donde nos juntábamos algunos abogados jóvenes.

--Sus comienzos en la abogacía no pudieron ser más precoces: con 21 años era ya el colegiado más joven. ¿Cómo lo vivió?

--Entré al despacho de don Juan Luque Amaya por un golpe de fortuna. El llevaba el pleito de un pariente mío y éste, recién acabada yo la carrera, me dijo: "Hombre, acompáñame a ver al abogado, que tú te enterarás mejor de lo que diga". Lo hice, conocí a don Juan Luque, un hombre muy afable y muy cariñoso, y debió haber cierta empatía entre ambos porque al final me preguntó si quería trabajar con él. Yo vi el cielo abierto.

--¿Qué panorama había en la abogacía de entonces?

--Magnífico. Era una profesión muy aseñorada, no se concebía siquiera la idea de los golpes bajos, de los recovecos. Había una gran confianza entre los profesionales, verdadero compañerismo, y las relaciones con la judicatura eran también bastante buenas. Estuve con don Juan Luque cinco años. Entonces se cruzó otra de esas circunstancias que te plantea la vida. Un día me llama don Juan desde la Cruz Roja, porque su mujer, María Teresa, estaba de parto, y me pide que lo sustituya en una cita que él tenía con el secretario general de la Compañía Sevillana. Así lo hice, y fue una reunión larguísima. Al acabar nos fuimos a tomar un güisqui y aquel señor, Ramón Díaz Fanjul, me planteó si quería irme a trabajar con ellos. Y he estado trabajando en Sevillana hasta 1998.

En esos afanes profesionales andaba cuando un buen día de 1979, en tiempos en que el país se dejaba llevar por vientos de cambio y libertad, a Diego Romero volvió a llegarle otra de esas

propuestas que han ido marcando su existencia. La UCD, instalada en el Gobierno, le planteó encabezar la candidatura a la Alcaldía en las municipales de aquel año. Aceptó y de pronto pasó de defender los intereses de sus clientes a los de todos los cordobeses desde la presidencia de la Diputación. "Yo tenía mis inquietudes, pensaba que se abría una etapa muy interesante en España. Recibí esa oferta en un perol --ríe--, que llamábamos el de los abogados falteros , los que celebrábamos juicios de faltas, que nos reuníamos una vez al mes. Enrique Garrido Poole y Fernando Sillero de la Rosa me ficharon. Me reservé la respuesta hasta hablar con Paco Sánchez --mi amigo de siempre, con una buena cabeza y un gran sentido político-- y Paco me dijo que debíamos hacerlo, porque él entraba conmigo".

--¿Qué esperaban de usted?

--Nunca me lo he planteado, quizá muchos que estaban en la retaguardia vieron que yo era capaz de hacer lo que ellos no se atrevían. Pero ni era más listo ni más guapo que nadie.

--Bueno, demostró que tonto no era, y además tenía atractivo, y cierto parecido con el gran líder, Adolfo Suárez.

--Sí, eso me lo dijeron varias veces --ríe--. Pero bromas aparte, yo me lo tomé con mucha ilusión, aunque todos estábamos muy despistados. La campaña electoral fue muy original, improvisábamos sobre la marcha, no había programa que explicar, nadie tenía idea de lo que había que hacer. La democracia era algo absolutamente nuevo para todos, una completa aventura. Pero España empezó a funcionar. En Córdoba nos quedamos a las puertas de la Alcaldía por un concejal, pero era una derrota anunciada, estaba todo el pescado vendido con el pacto de comunistas y socialistas.

--Ganó el PCE de Anguita, que montó un cogobierno raro en el que cohabitaron como pudieron PCE, UCD, PSOE y PSA. ¿Qué recuerda de aquello?

--Yo no viví muy de cerca el gobierno municipal, aunque sí que asistí a todos los plenos. Era Paco Sánchez el que llevaba las riendas del grupo centrista. Lo que sí recuerdo es que se nos ofrecieron las concejalías residuales, Tráfico y Personal.

--UCD duró muy poco en aquel gobierno 'de concentración'. ¿A qué se debió que fuera la primera en desatar el pacto?

--Duró poco porque no había amalgama, se vio que era un parche. Quizá lo que debimos hacer desde el principio fue no aceptarlo. El detonante de nuestra salida fue que Anguita cedió la ermita de Santa Clara a la comunidad musulmana representada por un tal Ali Kettani; yo lo saludé en el Alcázar y se vio en ello mi conformidad con la cesión, cuando no era así.

--¿Cómo fue su relación con el 'califa rojo'? Se lo pregunto porque sus estilos no podían ser más diferentes, él hombre de gestos, y usted de gestión.

--Sí, así es. Me llevé bien con él, nos entendíamos muy bien. Pero él se elevó demasiado, se fue de la gestión. El día que se inauguró el Ayuntamiento nuevo, muy subido porque allí había entrado el pueblo, me habló de que había nombrado un alcalde 'de interior', Herminio Trigo. Yo le respondí: "Julio, seguramente vas a llegar a ser secretario general de tu partido, pero pasarás a la historia de esta ciudad como un mal alcalde". Se puso muy envarado y no me replicó, pero muchos años después, tomando una cerveza, me ha recordado aquello que le dije.

Diego Romero tiene claro que la Transición dio a todos una lección de civismo que a veces hoy se echa en falta. "Esa fue la idea que nos guió a todos, la de los pactos de la Moncloa --dice--. Yo viví la Transición con ilusión y convencido de que era un momento histórico irrepetible. Fue una época fantástica, pero me agotó físicamente".

--Ahora, sin embargo, para conseguir el más mínimo objetivo se tarda una eternidad. ¿Por qué hemos cambiado tanto?

--Yo lo siento. Tengo la impresión de que en la Córdoba actual se ha impuesto la partitocracia sobre las personas, los políticos hablan y respiran por lo que les manda el aparato de sus respectivos partidos.

--Su paso por la política fue breve, duró lo que duró la UCD.

--Es que me quedé sin partido.

--Pero no le faltaron las ofertas para seguir en la brecha tanto política como en altos cargos de la Administración.

--Sí, bueno, nunca he querido hablar de eso, pero Leocadio Marín, que entonces era delegado del Gobierno socialista en Andalucía, estando yo todavía de presidente de la Diputación me llamó un día a Sevilla, y me habló de algunos puestos que hacía falta cubrir, me habló de la Confederación Hidrográfica, de Obras del Puerto de Sevilla... Yo me sentí halagado y agradecido, pero lo maduré en el camino de vuelta y...

--... Y por primera vez rechazó una oferta. Al acabar su mandato se esfumó para siempre de la escena política. ¿Se ha arrepentido de haberlo hecho?

--No. Yo di el pasó por mi ciudad, por mi pueblo, con la UCD, no veía claro lo de cambiar de chaqueta. Y cuando aquello acabó me volví sin más a casa y a mi carrera de abogado.