LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO: CÓRDOBA (1929).

TRAYECTORIA ARQUITECTO Y MIEMBRO FUNDADOR DEL EQUIPO 57.

RECONOCIMIENTOS: PREMIO DE ARQUITECTURA FELIX HERNÁNDEZ 1987, ES MEDALLA AL MÉRITO EN BELLAS ARTES JUNTO AL EQUIPO 57 Y POSEE TAMBIÉN LA DE ANDALUCÍA.

Alto, delgado y ágil a pesar de haber cumplido ya 81 años, Juan Serrano conserva buena parte de la apostura de sus años mozos. Y, aunque parezca increíble, también el idealismo y la osadía que todo tímido lleva dentro, y que él disimula tras un discurso conceptual lleno de curvas y líneas cruzadas como en sus obras de arte. Las mismas armas con las que se plantó en el París de los años cincuenta junto a su amigo José Duarte para iniciar aquella aventura artística, antiburguesa y anti casi todo, que cristalizaría en el Equipo 57, hoy referente de las vanguardias. Ahora, cuando por fin se ha decidido a salir del semianonimato colectivo del grupo gestado desde Córdoba y a exponer su obra propia, cosa que hizo hace unos meses en Sevilla, Serrano, que siempre mira al futuro, anuncia su intención se "seguir evolucionando". Pero, mientras, echa una mirada al pasado para hablar de la Córdoba de ayer y de siempre. Una ciudad que, dice, "nos sigue demandando una identidad cultural que no sabemos darle".

--Se ha tomado su tiempo para exponer sus pinturas, esculturas y muebles por vez primera en solitario.

--No tenía demasiado interés. No me identificaba con el artista individual. Pensaba que el arte tenía que ver más con el universo de la ornamentación, que son conjuntos de sistemas que marcan cadencias, porque así como la música es un juego de sonidos y silencios, la pintura es un juego de ausencias y presencias.

--¿Y por qué no ha querido compartir su obra con el público, por timidez o autocrítica?

--No es que no quiera que la vean, es sólo que no supone una urgencia para mí. No me siento tan mayor como para eso. Aún estoy en la etapa de creer que puedo evolucionar. Tenía el tema más o menos resuelto con una pequeña pensión. He preferido vivir modestamente con una pensión pero tranquilo para hacer lo que yo quisiera. El juego forma parte del ejercicio de la libertad.

--¿Usted se sienta en los sillones que diseña?

--No, no, son muy incómodos --contesta riendo--. Sí hay unos balancines que son asientos parar reírse y leer libros divertidos.

Alguien lo ha llamado "el artista silencioso", y es que en realidad se sabe poco de este hombre nervioso que lo mismo puede permanecer largo tiempo callado que encadenar frases y frases con una voz algodonosa y como encerrada en el pecho que a veces cuesta entender. Se sabe, claro, que es arquitecto y que fundó junto al citado Pepe Duarte, Juan Cuenca, Angel Duarte y Agustín Ibarrola el reconocido Equipo 57. Pero siempre se ha mantenido en un plano discreto, casi invisible. El protagonismo, insiste una y otra vez, no va con él, autor tan atípico que ni siquiera le gusta la palabra "autor". "Formo parte de un grupo con obra muy cotizada y que está en los museos, soy la quinta parte de una marca reconocida --dice--, pero no me gusta que la gente esté pendiente de mí, lo que me alimenta es el proceso creativo. Quizás para desgracia mía soy demasiado racional".

--¿Era así de joven o esa manera de complicarse la vida vino con los años?

--Yo me he visto ante tantas situaciones... Mis recuerdos más remotos son de cuando niño jugando en la calle. Vivíamos en el número 17 de la calle Almonas, que antiguamente tenía una importancia tremenda, al ser de paso entre la Corredera y el Realejo, llena de pequeños comercios. De hecho, el hermano de mi madre tenía una papelería en la calle Toril, y mi madre y mi tía, que venían de Montoro, pusieron en nuestra calle una tienda de gorros para militares y boinas para paisanos.

--¿Qué más comercios había en su calle en la década de los 30?

--Había una confitería, una tienda de ultramarinos, una tienda de muebles, un canastero, y puestos de melones en los portales. Nosotros ayudábamos a descargarlos y nos regalaban un melón. Eramos cinco hermanos, yo el penúltimo, y nuestra vida se desarrollaba en la calle. Jugábamos en la plazuela Almagra. Hacíamos pelotas con cuerdas, jugábamos con los trompos, las bolas, el aro, tiros con flechas... Con frecuencia las calles en aquella época se convertían en un campo de batalla entre niños de diferentes barrios, y nosotros éramos los más fuertes. El hijo del canastero, que vivía frente a nosotros, era un chaval muy ingenioso, y lo mismo construía barcas para irnos al río que catapultas para luchar contra los de la Ribera o la calle Candelaria.

--Además, por la cercanía de La Corredera y su corte de los milagros, supongo que sería una zona un poco ´encanallada´...

--Sí, a La Corredera había que temerle, eran palabras mayores, y no había sitio para jugar. Estaba en medio de la plaza la nave del mercado que sólo dejaba libre el espacio de paso. Todas las prostitutas de la plaza y de Cardenal González pasaban por mi calle hacia el dispensario que estaba por el Realejo, que era una visita obligada periódicamente. La verdad es que nos producían mucho respeto aquellas señoras. Me acuerdo también de que, antes de la guerra, pasaban por mi puerta mujeres y hombres republicanos en manifestación con banderas de la CNT. Y luego, ya con el franquismo, las procesiones eran de rosarios de la aurora y vía crucis. También pasaban realas de mulos portando arena del río. Todos calle Almonas para arriba.

--¿Tiene recuerdos de la guerra?

--Me cogió con siete años. Eramos de una familia de clase media-media y cuando empezó la guerra notamos la crisis. A los niños nos ponían a separar los bichos de las lentejas, que eran pura cáscara. Comíamos muchos altramuces, algarrobas y arenques. Cuando sonaban las sirenas salíamos corriendo al refugio. En principio estuvo en nuestra propia casa, que tenía un patio de vecinos. Llenaron una habitación de la planta baja con sacos terreros y allí nos metíamos. Después nos refugiábamos en un sótano de la calle Alcántara. Una vez que entraba en aquel refugio cayó una bomba en el patio, y cuando salimos vimos a una mujer estampada contra la pared. Más tarde, gracias a amigos de mi padre fuimos a un refugio que habían hecho con maderas en las Ollerías, donde vivían y guisaban las familias, y allí los niños lo pasábamos en grande. Había un joven de la Casa del Pueblo que jugaba con nosotros, pero un día se lo llevaron unos milicianos armados con fusiles y no volvió. A partir de eso los mayores mostraron un miedo generalizado. En casa del de la cestería cada vez que daban el parte y sonaba el himno nacional toda la familia se ponía en pie, saludando brazo en alto. Eran cosas que se hacían para no ser acusado de rojo.

Luego, ya de mayor, cambio de escenario y conoció el único centro de estudios superiores que había en Córdoba, la Veterinaria. "Tenía mucho prestigio, en una ciudad de muy poco ambiente académico. De mi promoción salió la primera mujer veterinaria --recuerda--. Pero yo vi que aquello no era para mí cuando tuve que asistir a la castración de un cerdo in vivo por el método de torsión. Fue terrible".