«Calle de: nadie debería vivir en la calle». Al entrar en el edificio de Cruz Roja, el cartel publicitario de Cáritas muestra una fotografía incapaz de dejar indiferente a nadie por la realidad de su simpleza: una farola encendida en una calle vacía, la misma que, de un momento a otro, se convierte en el hogar de quien ha perdido todos sus derechos. En medio del debate sobre inmigración, sobre a quién deberían destinarse primero los servicios sociales y quién paga a quién el qué, un grupo de voluntarios de Cruz Roja, enfundados en el uniforme que los identifica, preparan todas las noches de lunes, jueves y sábado una batida por la ciudad con 19 paradas preestablecidas, en las que atienden, en cada una de ellas, un buen número de vidas truncadas. A la izquierda, paralelo al cartel de Cáritas, un folio enfundado en un plástico y pegado al frigorífico enumera las normas básicas: «No se mezclarán los productos de limpieza con la alimentación, se dejará el frigorífico siempre cargado, todos los envases que se abran y no se gasten se etiquetarán con un poss-it que marque la fecha de apertura, se evitará dejar los alimentos en el suelo»… Bajo estas leyes, y tan solo en los ocho meses que llevamos de año, la Unidad de Emergencia Social (UES) de Cruz Roja ya ha atendido a medio millar de personas en Córdoba.

Alrededor de las nueve de la noche, el equipo de voluntarios se concentra en la sala del edificio dedicada al proyecto de personas sin techo. Allí, con las comida toda revuelta encima de la mesa, van ordenando por bolsas las galletas, el atún, el pan, el embutido, la leche, el gazpacho y los utensilios de aseo. Estos últimos solo se reparten los jueves: compresas, desodorante, maquinillas de afeitar, toallitas, e incluso spray solar. Las llamadas se suceden continuamente en un día en el que, además, un grupo de siete inmigrantes procedentes de África, que viajaban con dirección Jaén y Alicante, han pinchado rueda por la carretera y tienen que ser atendidos de urgencia. Hay que repartir los recursos y, el equipo de ocho voluntarios, debe dividirse en dos.

Puro altruismo

Ángel Luis Marcos tiene 54 años, 12 de ellos los ha dedicado a los demás de forma totalmente gratuita. Él, como su mujer Marieli y su hija, de la misma forma que Rafael Lama, Lidia García, Justi, Igeño, Antonio Gil y Marta Borrego, decidieron en su día no mirar para otro lado ante la injusticia. «Ya que no puedo aportar nada económicamente, al menos les doy mi tiempo», dice Marta, una chica de 24 años que acaba de aterrizar en Cruz Roja desde que, hace tres años, tuviese que abandonar el voluntariado por incompatibilidad temporal.

«Al principio cuesta mucho trabajo, ves la realidad y a veces no se está preparado para ello. Sales un día de lluvia, los ves descalzos por la calle, luego llegas a tu casa y te metes en tu cama con la calefacción puesta… no hay ser humano al que no le inunde la culpabilidad en esta situación. Pero llega un momento en que tienes que centrarte y asumir que tienes un límite, que no puedes ayudar a todos en la medida que a ti te gustaría. Todos tenemos un límite como personas», reconoce Ángel, que no solo hace el trabajo de Cruz Roja, también por las mañanas trabaja en una residencia de ancianos. Él es quien organiza las salidas, pero explica que no lo hace por obligación. Si en algún momento decidiese dejar de hacerlo, se abriría paso al siguiente que quisiese ocupar el puesto. Pero, para alguien como Ángel, su trabajo esta más que recompensado en pequeño momentos, como los que relata en una de sus tantas salidas: «Jamás se me olvidará un chaval al que atendimos en Cruz Conde. La primera vez que lo vimos estaba fatal, tenía las zapatillas en condiciones deplorables. Cogimos unas fluorescentes que teníamos en la furgoneta y se las dimos. Tengo grabada en la memoria su imagen mirándose las zapatillas en el reflejo de los escaparates de las tiendas. Ese es el mayor agradecimiento que yo puedo recibir de esto».

El trayecto desde dentro

Los voluntarios se suben en la furgoneta de Cruz Roja alrededor de las nueve y media. El final del itinerario termina, normalmente, alrededor de las dos de la madrugada, lo que suponen una media de cinco horas de trayecto conduciendo hasta los puntos de encuentro pactados. El lugar con mayor afluencia de personas, según Ángel Luis, es la zona de Trinitarios, porque «es un lugar cercano a la Biblioteca Central, que tiene wifi gratuito».

Los alimentos se van repartiendo conforme se realizan las paradas. «Terminamos cuando hacemos el recorrido completo. Los recursos suelen ser suficientes siempre, porque llevamos una caja de repuesto con cosas variadas», cuenta el voluntario, asegurando que «si se acaba el pan, tratamos de darles latas de atún o lo que sea que tengamos, para que nadie se quede sin nada». En verano se reparte gazpacho y leche caliente; en invierno, caldo. Ángel explica que no suele haber problemas de abastecimiento alimentacio, porque el trabajose reparte con el Ayuntamiento y Cáritas, con los que se reúnen semanalmente para llevar un control exhaustivo a través de la red CO-Hábita.

«En verano hay más gente porque en calor se puede combatir mejor que el frío», cuenta el coordinador. También explica que las posibilidades de que, aquellos que se encuentran en peores condiciones, obtengan un techo bajo el que alojarse «dependen de la persona, su comportamiento y el grado de necesidad en el que se encuentre. Pero no suelen quedarse por periodos superiores a los 20 días».

Una realidad, más allá de los números

Las cifras apuntan a unas 60 personas auxiliadas por salida, siendo la mayoría de ellas hombres de entre 35 y 49 años, de nacionalidad española. Las causas: la crisis, las enfermedades, las circunstancias familiares… Pero hablar de números no suele tener otro efecto que el de alejar a todos ellos de la realidad a la que se enfrentan. Sus nombres son Magdalena, Pedro, Salud, Encarni… los de aquellos que encontramos durmiendo al lado de un cajero, andando sin rumbo o pidiendo caridad. Personas, todas ellas, obligadas a vivir una circunstancia paralela a otra realidad, la que cuesta menos enseñar.

Magdalena vive en un descampado cercano al barrio de Figueroa. Sufre brotes psicóticos, lo que llevado a que los vecinos, hastiados del desorden social que pueda llegar a causar, hayan llegado incluso a increpar a los voluntarios de Cruz Roja cada vez que se acercaban a darle comida y aseo. El único tratamiento que recibe es farmacológico, a través de la trabajadora social que da asistencia a salud mental. “Si, por un casual, esa mujer no puede ir algún día a darle la pastilla, ella no se la toma y entonces se lía la de Dios”, añade Ángel Luis.

Otro nombre propio es el de Encarni, que acude a la parada de la plaza Andalucía para pedir un zumo de naranja y, acto seguido, pregunta a los voluntarios: «¿Dónde puedo quedarme a dormir esta noche? Me han dicho que, dentro de lo malo, hay algunos sitios que son mejores que otros. Solo busco un sitio donde la gente se lo piense antes de hacerme algo, porque si ya es peligroso para cualquier persona, para mí como mujer aún más. Y, si no, por lo que menos que pueda pedir socorro». A lo que ella se refiere es a las palizas que se suceden a menudo entre personas sin hogar, bien sea por el efecto del alcohol o por cualquier otra circunstancia ajena a los voluntarios. Encarni lleva poco tiempo en la calle, pero mientras espera la paga mensual, tiene miedo de sufrir cualquier tipo de trato vejatorio. «Lo peor es que no tiene por qué pasar siempre con personas que viven en la calle. El otro día me encontré a un hombre de 59 años. Estaba la criatura indigente en la calle y le pegaron hasta martillazos. Fueron cuatro niños jóvenes, y le apalizaron por ser vagabundo», acaba apuntando. Y no es el único. Según Ángel, conoció a un hombre «muy inteligente y culto», que se negaba a acatar «cualquier norma impuesta por nadie» , lo que le llevó a vivir en la calle antes que acabar internándose en la residencia que Cruz Roja le recomendaba. «Él decía que no iba a estar en un sitio donde le impusiesen hora para todo, que, para eso, estaba mejor en la calle. Pero le dieron una paliza enorme y eso hizo que acabase entrando en razón», apostilla.

En la Fuente del Boulevard, lugar que anteriormente recomendó el equipo de Cruz Roja a Encarni, espera otro grupo de personas. Entre ellos están Salud y Pedro, pareja sentimental de 44 y 61 años respectivamente, que se conoció en la calle hace 5 años y que, a día de hoy, vive en la misma habitación de alquiler ubicada en la calle Platero Repiso, que pagan gracias a la pensión por enfermedad que reciben. Salud sufre artrosis y falta de calcio en los huesos, y Pedro es enfermo de VIH. Ella se ve obligada a llevar su muleta siempre en la mano y él, reconoce que le gustaría trabajar, pero que el dolor a veces se le hace insoportable. Pedro, en su día, trabajó en el campo, en la construcción y en el sector joyero, aunque se queja de las condiciones en las que lo hizo. «A veces trabajaba sin contrato, sin asegurar. Fuera de Córdoba me ofrecían mejores condiciones de trabajo, pero no estamos en circunstancias para irnos de un lado para otro teniendo en cuenta nuestra condición de salud», narra él.

Dicen los expertos que el cerebro está totalmente preparado para la supervivencia, que el ser humano tiene una absoluta capacidad de adaptación a las circunstancias. Lo que no mencionan es que, a veces, este superpoder no corre a su favor. Todavía existen, por suerte, personas como los voluntarios de Cruz Roja, que se proponen evitar a toda costa que alguien tenga que poner a prueba esta habilidad hasta los límites menos pensados.