Aquel día iba buscando al hombre del acordeón, el músico que a diario se instala en la puerta de Correos con su instrumento para deleitar al público callejero con su sintonía, pero no lo encontré. Eran las cuatro de la tarde. Puede que se retrasara o que ese día no fuera laborable en su agenda. Mientras lo esperaba, un señor africano, el profesor Seydi, me entregó una octavilla presentando sus dotes como vidente mágico «maestro chamán, medium espiritual con 27 años de experiencia, capaz de solucionar cualquier dificultad en el amor con resultados al 100% garantizados». Quise entrevistarlo en el acto, pero tenía mucha prisa y se marchó. Entonces lo vi, como una aparición. Estaba sentado en la calle Foro Romano, con mirada serena. Parecía llevar mucho tiempo allí y aunque había pasado varias veces delante del mismo sitio, no había reparado en él. De grandes ojos oscuros, parecía tener los rasgos desdibujados por el tono cetrino de su piel, maltratada por el frío y el calor. Se diría que de joven fue guapo, aunque las horas de la calle hubieran apagado el brillo de su cara. Sin pensarlo, me acerqué a él para conocer su historia y aceptó sin más. De haberme mandado a freír espárragos, no habría sido la primera vez, pero no tenía nada mejor que hacer y se dispuso a responder a mis preguntas.

«Me llamo Gabriel Pane», apunté rápidamente en mi cuaderno mientras tomaba asiento a su lado en el suelo, «tengo 48 años y soy de Rumanía». Aunque juraría no haberlo visto antes en mi vida, me explicó que ocupa el mismo sitio en la misma calle desde hace seis años, mañana y tarde. ¿Cómo es posible que no hubiera reparado en aquel hombre antes, que durante más de un lustro hubiera sido un hombre invisible? ¿Cuántas otras personas viven en la calle y son invisibles a los ojos del mundo? «No conozco otra ciudad de España, solo esta», añadió, «vine en un autocar, tres días de viaje con 100 euros en el bolsillo».

Según su relato, asistió al colegio en Rumanía y después se formó para trabajar en una plataforma petrolífera y a los 18 años se colocó. Aunque su español no es muy fluido, después de seis años en Córdoba, es capaz de hacerse entender con bastante habilidad. Cuando llevaba 17 años en su puesto, donde tenía un sueldo digno, sufrió un grave accidente que le dejó sin tres dedos de su mano izquierda. Su mano quedó mutilada ese día, relata mientras la muestra para que vea el rastro de aquel accidente. «Ocurrió el 25 de agosto del año 2000», señala. Al parecer, logró recuperarse y volvió a incorporarse a su trabajo al cabo de un tiempo. «Aguanté siete años más trabajando, pero ya no era tan bueno y me echaron». Sin empleo, padre de un hijo, alguien le habló de la posibilidad de buscar un futuro en España y decidió embarcarse en la aventura en una especie de huida hacia adelante. Tenía unos amigos rumanos que hacía años se habían instalado en Córdoba, así que puso rumbo a Andalucía en un viaje eterno que le condujo hasta aquí. Al principio se instaló con ellos y al cabo de un tiempo, su mujer vino siguiendo su rastro, dejando atrás a su hijo, que dejaron a cargo de la madre de él.

«Intenté buscar trabajo, en Sadeco, en la oficina de empleo, a veces estuve en el campo, pero sin documentos, no hay nada», señala. Tiene DNI y NIE, pero cuando sus amigos se fueron, se quedó en la calle y acabó refugiándose en una casa abandonada. «No puedo empadronarme y tampoco tengo trabajo». El último recurso fue empezar a pedir en la calle. Él en la calle Foro Romano, su mujer en otra calle también en el centro. «Nos metimos en una casa vacía y luego en otra, pero estaba en ruinas y desde hace tres años estamos en otra». Desde hace seis años, acude al mismo sitio de lunes a sábado, en el mismo horario, mañana y tarde. «Los domingos no vengo porque no hay gente y las iglesias están todas ocupadas, no hay ni una libre en Córdoba», asegura. El primero que llega se queda y los demás lo respetan. Es la ley no escrita de la calle. A mediodía, él y su mujer se encuentran y, con lo que han reunido, compran algo de comer. Pese a su situación, sentencia seguro que «aquí estoy mejor que en mi país».

Los negocios y los vecinos de la zona lo conocen. «Es un hombre tranquilo, muy callado y educado, no es como otros, si le das algo bien y si no, nada», aseguran en la administración de lotería cercana. Al parecer, su mujer sufrió una caída y ahora está con muletas. De tarde en tarde, se retrasa porque va a cortarse el pelo y a ducharse al comedor trinitario. Algunas vecinas le traen a veces un café, algo de comer, medicinas. «Acepta lo que le das, ropa o comida», comentan, tampoco lo han visto beber alcohol. Friolero, a veces, cuando llueve, pide refugio un rato bajo techo y luego vuelve a su puesto.

No tiene ninguna ayuda social. «No sé cómo la consiguen otros rumanos», señala Gabriel, «aquí reúno 12 o 13 euros al día, depende». Con eso va tirando. Su sueño es «tener documentos, pedir alguna ayuda y alquilar un sitio donde dormir tranquilo con mi mujer». Quién sabe cuándo. A su lado, un cartel que escribió después de comprar un diccionario español-rumano reza: «Sin recursos, una ayuda pequeña para mí significa mucho. Muchas gracias».