Basta con mirarle a los ojos para ver que dentro de su cabeza algo no va bien. Le cuesta concentrarse el tiempo necesario para unir las letras que forman su nombre y articular palabra: «Falso Gebre», parece decir mientras se sujeta a duras penas el pantalón abierto, sucio, con el que cubre unos calzoncillos que va dejando al descubierto al tiempo que arrastra los pies, a veces descalzos pese al frío, moviéndose sin rumbo fijo. Lleva meses durmiendo en la calle, esnifando pegamento según algunos vecinos, solo, perdido. Come lo que le dan.

Debe tener veinte años, un niño grande en los tiempos que corren. Llegó a España del continente africano, no sabe si de Egipto o de Burkina Faso. Se encoge de hombros. Cree que tenía cinco años, o quizás vino cinco años atrás. La ley de protección de datos impide a la administración facilitarnos detalles de su historia y la comunicación con él resulta infructuosa. «No puede ayudarme nadie ya», dice como ausente, «creo que me estoy volviendo loco», dice, cargado por un momento de lucidez, como si hablara desde dentro de un pozo negro muy profundo. No tiene familia en Córdoba y se diría que tampoco sabe bien dónde está.

Su olor, su aspecto, su mirada juegan en contra para un joven que desde hace tiempo es un peligro, sobre todo, para él mismo. Dicen que por la noche, para combatir el frío, hace una hoguera en la acera, junto a una hilera de coches, en el barrio de la Fuensanta, su hábitat natural. Los que han investigado un poco más, aseguran que salió hace un par de años del centro de menores Juan de Mairena. La administración prevé la protección de los menores inmigrantes hasta su mayoría de edad. Luego, cada uno debe buscarse la vida. ¿Pero qué pasa con quienes no pueden o no saben hacerlo? La historia de Falso evidencia los errores del sistema.

La Fundación Don Bosco confirma que participó el año pasado en uno de sus programas para la integración social de estos chavales, pero después se fue y ya no quiere participar de forma voluntaria. Ahora es atendido por las unidades que trabajan en la calle, que sospechan que sufre algún problema mental, derivado quizás por su adicción al pegamento. No se sabe qué pasó con él durante un tiempo, pero desde noviembre ha vuelto a merodear por el barrio, a dormir en la puerta del colegio Lucano. El director del centro, Raúl Jurado, ha dado la voz de alarma. Teme por los alumnos: «Se cuela en el colegio, va muy mal, ha habido enfrentamientos porque a veces se pone agresivo, se baja los pantalones, hace sus necesidades en la puerta, hemos llamado a Sadeco varias veces para que limpien la acera, necesita ayuda especializada». Cuando llaman a la Policía, lo desalojan a otro sitio, hasta que vuelve otra vez. «Nos dicen que estar en la calle no es un delito, pero no creo que haya que esperar a que pase algo, ¿no? Ese chico está mal y se niega a recibir ayuda precisamente porque está mal», insiste, «¿en serio que Asuntos Sociales no puede hacer nada en un caso así?».