El día 10 de diciembre de 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas, en su resolución 217 A, y fruto del trabajo de una comisión en la que las aportaciones de R. Cassin, E. Roosevelt, Ch. Malik, A. Bogomolov, entre otros, fueron claves, aprobaría la Declaración Universal de los Derechos Humanos, pronto convertida en texto de referencia en el proceso de internacionalización y reconocimiento jurídico de derechos civiles, políticos, económicos y sociales que tanta influencia ejercerían en un mundo recién salido de una confrontación militar sin precedentes y que se adentraba en la coyuntura de la Guerra Fría.

Esta Declaración Universal, fruto de un consenso entre posiciones que provenían de tradiciones políticas y culturales muy diferentes supone, sin embargo, un paso fundamental en el reconocimiento de principios que deberían contribuir a regular el ejercicio de libertades y derechos para «todos los seres humanos que nacen libres e iguales en dignidad y derechos». La Declaración viene presidida por un preámbulo que constituye su núcleo ideológico, centrado en torno a la defensa de la dignidad de la persona, cualquiera que sea su procedencia o condición social, raza, sexo, religión, nacionalidad, estatus político u económico, y que es portadora de derechos y libertades iguales e inalienables. Contiene esta DU, además, un conjunto de 30 artículos organizados en varios grupos (derechos y libertades de orden personal, de carácter político, derechos económicos, sociales y culturales y derechos que señalan los vínculos entre el individuo y la sociedad), de los que se pretende, no sólo su extensión universal, sino su valor jurídico y político, es decir, que formen parte de un conjunto normativo que cree obligaciones para los estados miembros de la comunidad internacional en el seno de sus respectivos ordenamientos.

En estos momentos en los que por parte de algunos sectores políticos y sociales, en nuestro país, se justifican con argumentaciones de diverso pelaje, la violación de determinados derechos humanos en temas como cuestiones migratorias, de género, de memoria histórica, entre otras, es el momento de reafirmar y difundir el significado y contenidos de aquella Declaración Universal de Derechos que obliga a los estados democráticos, a las administraciones dependientes en cualquiera de sus niveles estatal, autonómico y local, a respetar tales contenidos y, por supuesto, a abandonar ciertos relativismos que poco ayudan al mejoramiento y calidad del sistema democrático.

De esta forma, nos explicamos cada vez menos que el propio Estado no acometa de una forma decidida y sin reparos el tema de las ‘fosas de la guerra civil’ repartidas por tantos lugares de España, y que en Córdoba cuentan con una presencia muy notoria, y, además, que la administración municipal en nuestra ciudad utilice una serie de subterfugios para eludir el cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica (callejero, simbología) que les obliga como a todos.

Ha sido una organización tan prestigiosa como Amnistía Internacional, o el propio comisionado de la Oficina de Derechos Humanos de la ONU, quienes reiteradamente han puesto el dedo en la llaga para vincular el respeto y el deber que el Estado español tiene de garantizar el ejercicio de los derechos humanos en el impulso, protección y financiación de todas aquellas acciones que estén detrás de la recuperación de la Memoria Histórica, de la aclaración de todas las circunstancias que compusieron los diferentes círculos represivos (físico, jurídico, administrativo, económico, social, etcétera) que fueron aplicados durante la dictadura y que supusieron una clara violación de tales derechos humanos.

El derecho a saber, a la aplicación de la justicia y a la obtención de reparación, que se traduce en la necesaria devolución de la dignidad a tantos y tantos que pagaron de forma extremadamente grave el delito de haber defendido la legalidad constitucional, de haberse opuesto a los «designios del Glorioso Ejército Salvador de España», o de haberse enfrentado a la dictadura, no solo está protegido por normas de derecho internacional, sino que colocan al Estado y a sus administraciones en una posición jurídica que debe garantizar la salvaguarda, protección y ejercicio de estos derechos que esta Declaración, de la que cumplimos un nuevo aniversario, recoge en lo más profundo de su filosofía y en su articulado.

*Catedrático de Historia Contemporánea