El verbo cuidar es un verbo grande, que define una multitud de acciones y que implica una actitud de protección hacia el otro. En las sociedades contemporáneas, cada vez más envejecidas, la acción de cuidar es un pilar que permite mantener otras muchas actividades económicas. Sin embargo, arrastra la rémora de sociedades pasadas en las que las mujeres, educadas para este fin, ejercían de forma silenciosa esta labor sin esperar nada a cambio. Los cambios sociales han convertido el cuidado en una profesión ejercida por una legión de mujeres y algunos hombres a las que la sociedad aún no ha reconocido su contribución social en su justa medida.

Pepi Quesada es una de las mil trabajadoras de ayuda a domicilio de Córdoba y lleva 25 años entregada al cuidado de personas mayores y discapacitadas. Nació en Torre del Campo (Jaén) hace 47 años, la menor de cuatro hermanos. Su madre murió cuando era una niña y su padre siendo ella aún una adolescente. Aprendió a cuidar de sí misma muy joven. «Llegué a tercero de BUP y dejé los estudios para ponerme a trabajar», recuerda, «con 18 o 19 años, repartía prensa, estuve de dependienta en tiendas y en lo que iba saliendo». Hasta que montó una tintorería en su pueblo con uno de sus hermanos. «Tuvimos mala suerte, nos vendieron unas máquinas y nos engañaron, así que el negocio se fue a pique», relata. Enamorada de Córdoba desde que conoció la ciudad cuando la visitó en un viaje de fin de curso, aprovechó aquel traspiés para cumplir su sueño de vivir aquí. «Mi ilusión era estudiar Información y Turismo, pero no pudo ser», explica, «cuando llegué, me metí de voluntaria en Cruz Roja para acompañar a personas mayores y me gustó mucho, así que hice un curso de ayuda a domicilio, que era algo que se empezaba a hacer por aquel entonces y al poco tiempo comencé a trabajar para el Ayuntamiento».

En 1999, aún no había ley de Dependencia, pero era un servicio incipiente que prestaban unas 20 trabajadoras para unas 200 personas. Desde el inicio fue un trabajo feminizado y aún ahora, el 80% son mujeres. «En aquel entonces, nos organizamos sindicalmente para luchar por unas condiciones laborales dignas», recuerdo. En enero del 2001, Pepi se convirtió en personal indefinido. «Este mes cumplo 21 años en el servicio», destaca orgullosa». En el 2004, firmaron el mejor convenio de España, con jornada europea de 35 horas semanales. Tres años después, se aprobaba la Ley de Dependencia, que contempló la ayuda a domicilio como una de las prestaciones a ofertar y llegó a haber 10.000 usuarios atendidos (ahora hay unos 2.500). La crisis del 2008 iría reduciendo poco a poco el número de beneficiarios, afirma, y dio al traste con las condiciones que habían conseguido. «Nos descolgamos del convenio para meternos en el nacional, con 39 horas semanales, y el sueldo se congeló». La previsión era que en el 2013 debían cobrar 1.300 euros de sueldo base y en 2021 siguen en 984,65. La Junta de Andalucía ha aprobado esta semana un incremento del precio/hora para la ayuda a domicilio, tras años congelado, aunque aún no saben de si el aumento repercutirá en su sueldo o en las empresas que las contratan. Según Pepi, «cuesta más porque la sociedad no es aún consciente de que somos profesionales y que nuestra función es fundamental para que muchas personas vivan con dignidad y que otros puedan realizar sus trabajos sabiendo que sus mayores o familiares dependientes están bien atendidos».

Aunque no tiene hijos, Pepi siempre ha sido «muy madraza», le gusta mucho cuidar. «Empecé con mis abuelos, es un trabajo muy bonito que me hace sentir realizada», asegura. Cada tres años, la empresa cambia a las usuarias que atienden. «Hay que establecer límites y no crear excesivos vínculos afectivos para que no te afecte, a veces es muy duro, en estos años he visto morir a diez personas y eso es algo que no te deja indiferente, pero hay que seguir, hay que aceptar que la muerte es parte de la vida, yo lo he vivido desde muy pequeña y lo sé».

La crisis del coronavirus tampoco ha tenido especial cuidado de las cuidadoras. «Con la pandemia, hemos sufrido mucho porque trabajamos con personas de riesgo, pero hasta hace poco no teníamos medios de protección suficientes, nos llegaban las mascarillas con cuentagotas, las batas, los guantes, fue duro porque era una situación muy delicada y no podíamos trabajar con seguridad...», confiesa, «sigue habiendo mucha precariedad». Con la llegada de las vacunas del covid, tampoco se les consideró inicialmente personal preferente, aunque la Consejería de Salud ha rectificado este viernes y se prevé que se les empiece a vacunar la semana próxima.

Mientras tanto, ellas siguen al pie del cañón. Pepi atiende a diario a tres usuarias. La primera a la que ve es Paqui Hidalgo, viuda de 86 años, que vive sola con su loro Nano, en un bloque sin ascensor del que no sale desde hace nueve años porque tiene graves problemas de movilidad. «Puedo andar, pero no subir y bajar escaleras», explica. Tiene una ahijada y una casi nieta que la visitan periódicamente, pero viven en Málaga y desde que empezó la pandemia todo se ha complicado. «Pepi es mis manos y mis pies, me hace los recados, me ayuda a hacer la cama, me da las pastillas, me organiza los papeles del médico y me ayuda a mantener la casa limpia y ordenada». Las cuidadoras son la inyección diaria de alegría que necesitan muchos mayores. «Charlamos, a veces desayunamos juntas y nos reímos», confirma Paqui, «ellas nos dan la vida».

De la limpieza general se encargan empleadas de otra empresa, que acuden mensualmente. «Yo tengo mucho respeto por las limpiadoras, pero nosotros hacemos otro trabajo», explica Pepi, que realiza a diario una labor didáctica cuando se produce esa confusión. «Yo no me enfado, pero sí explico qué hacemos las personas de ayuda a domicilio», recalca, «nuestro trabajo consiste en cuidar». Por eso cuidarlas supone cuidar de todos.