El cementerio de San Rafael, estancia del confinamiento final, está cerrado a las visitas. En La Fuensanta no se ve ni un alma y el milagro del día será sobrevivir a este eterno domingo de coronavirus sin perder ni la razón ni, quien la tuviera, la fe. Para el futuro, apunte, si está interesado en comprar, que en Cerro Muriano se vende casa «con pinos centenarios». Razón: Lámparas La Milagrosa.

En los bloques grises, el cartel de la farmacia Coca Serrano interpela al viandante que quiera perder peso (muchos tras el encierro) e informa de que la primera consulta es gratuita, y un solitario, sentado junto a un parque precintado, se bebe una litrona. Al lado de una tintorería hay una ferretería abierta. Por si nos faltan los tornillos, pienso, mientras raja el silencio el sonido de un berbiquí. «¿Qué haces?» «Calderas, no oyes los golpes». Dos albañiles, que han bajado a estirar las piernas, se quitan las mascarillas para echar un pitillo. «En todos los trabajos se fuma», le dice uno a otro sin mucho más que añadir. Pasa el 7 vacío y se sube un hombre sin mascarilla. El 14, que va a Ciudad Sanitaria, va algo más concurrido.

Clara, la quiosquera de San Martín de Porres, el barrio donde muchos vecinos viven (aún más que el resto) atrapados sin ascensor, confiesa que son malos tiempos para la lírica, pero que seguirá al pie del cañón «hasta que el cuerpo aguante». Me pide que haga un homenaje a Paco y Juan de Dios, los dos lectores del periódico más fieles del barrio. ¡Va por ustedes, maestros!

A las puertas del centro cívico del Santuario, un cartel anuncia que El Barrio actúa en Córdoba el 2 de mayo, mientras la explanada que hay frente al colegio Cervantes se abre ante mí como el mismísimo Sahara. En mi recuerdo suena la sirena de los cacharritos de la Velá (ninoninoninonino). Los recreos --el de los Maristas o el del Fernán Pérez de Oliva-- están huérfanos de niños y de balonazos. En la asociación La Paz y Santa Victoria, donde Sandokán iba a jugar al dominó antes de su propio confinamiento, tampoco se oyen los fichazos. En el desierto no hay alegría, solo perros, que a ratos superan en número a las personas que van por la calle.

La rejas me han dejado entrever al caimán de la Fuensanta, que sigue allí pese a todo y, como si se obrara el milagro, por el Arcángel empiezo a intuir la vida, o lo que era la vida antes del coronavirus. Por el pequeño comercio y el Deza pululan hombres y mujeres en busca de víveres. Rosa, la pescadera, mantiene el ánimo alto. «Estaré aquí hasta que quieran mis clientes», dice mientras prepara pedidos telefónicos y limpia con lejía, el remedio más eficaz contra el coronavirus y el olor a pescado. El chorro de lejía más grande de la historia de este barrio era el que salía de la depuradora de la piscina de la Fuensanta hace 30 años, damos fe los que íbamos.

En el escaparate de Pilar Estilistas me he visto las canas. No sé qué haremos con ellas de aquí al fin del confinamiento. Pienso en mi peluquero, Rafa Calero, angustiado por el cierre de su establecimiento. «No te preocupes, --le digo--, cuando esto acabe iremos a verte en tropel».

Lucía, colega del gremio, me saluda desde el balcón y echamos unas risas. Cerca de su casa hay una tienda que vende marihuana (todo legal) y que ha dejado las luces encendidas. Una especie de faro en este barrio obrero y batallador que en los 80 superó otra epidemia muy dura: la de la heroína. En los parterres de los pisos de la calle Ceuta vi por primera vez a uno meterse un pico y aún siento cómo me temblaron las piernas. Menos mal que iba con las Nevado, que eran del barrio.

En la avenida de la Fuensanta, por encima de El rey de la fruta, hay un vecino que siempre tunea su terraza y nunca decepciona. Para la ocasión ha vestido a un maniquí de ingeniero de la central de Chernóbil. No le falta un perejil al tío. Zona cero, total.