«Quiero contar mi historia para que la gente que está pasando una enfermedad, esperando un trasplante o una operación, sepa que hay esperanza y que al final, con paciencia, fe y perseverancia, se sale».

Nadie sabe cuándo falló por primera vez su corazón, pero él notó que algo iba mal el 15 de noviembre del 2017, mientras trabajaba. Ese día se sintió mal desde por la mañana, se ahogaba y antes de irse a casa, pidió a un médico que le auscultara. Rafael Plato tiene 43 años y es enfermero de profesión. Descubrió su vocación cuando hizo la mili en la Cruz Roja de Andújar y una enfermera, al verle entregado a los pacientes, le dijo que si no se hacía enfermero, el mundo perdería a un gran profesional.

Aquella mañana, la del 15 de noviembre, el médico le diagnosticó neumonía y le recetó un antibiótico. Nadie dio demasiada importancia al episodio hasta que la salud de Rafael empeoró. El 1 de diciembre, mientras dormía, sintió que el aire no le entraba, se asfixiaba, y se levantó. Dicen que en casa de herrero, cuchara de palo. Quizás por eso él nunca fue muy dado a ir al médico. «Uno cura, dos dudan y tres, muerte segura», solía repetir entre risas. Quizás tenía miedo. Su padre falleció de un infarto un 2 de diciembre, con 43 años. Esa noche, aún viendo las orejas al lobo, se negaba a llamar a la ambulancia, y logró convencer a su mujer, también enfermera, para no hacerlo antes del cambio de guardia, pasadas las 4 de la mañana. Camino del hospital, la ambulancia tuvo que parar dos veces, una por cada broncoespasmo que él sufrió en el trayecto. En el hospital, un electro reveló problemas cardíacos y fue ingresado en Cardiología. Al día siguiente, les comunicaron que había sufrido un infarto muy evolucionado y que una parte de su corazón no tenía recuperación. Aquello solo era el principio de lo que estaba por venir.

Rafael simboliza con sus manos cómo ha pasado de la oscuridad a la luz. Fotos: SÁNCHEZ MORENO

A las siete de la mañana, Rafael entraba por primera vez en parada cardíaca. «Todo el mundo empezó a gritar ¡parada, parada!», recuerda Ana, su mujer, su alma gemela, que ese día conoció a Purificación Carmona, «nuestro ángel de la guarda», coinciden los dos al tiempo que señalan una figurita en forma de ángel que les regaló. Intensivista, ella fue quien por primera hizo el milagro de devolverle al mundo de los vivos.

13 minutos después, el corazón se paraba de nuevo y, mientras se ponía en marcha el protocolo, Ana se desvanecía en el suelo.

Después de eso, todo el mundo empezó a hablar de trasplante. «Yo no daba crédito», comenta Ana, «pero si tiene neumonía, ¿un trasplante? ¿de corazón?». En medio del shock, el 2 de diciembre, Rafael ingresaba en la UCI del hospital Reina Sofía, de donde salió por última vez hace menos de un mes, casi un año más tarde. Se lo llevaron al quirófano para ver la afectación que había en el corazón y a los cinco minutos, el cardiólogo salió y dijo que no se podía salvar. Al parecer, Rafael había sufrido infartos desde hacía cuatro años sin haber sido nunca consciente de ello y tenía todas las coronarias afectadas. El cateterismo era misión imposible. Para sobrevivir, a falta de coronarias, su cuerpo había fabricado una arteria colateral sobre la que se sustentaba el riego sanguíneo, una obra de ingeniería que demuestra cómo la vida es capaz de abrirse camino contra viento y marea.

Su nombre pasó en ese momento a código cero, candidato al primer corazón compatible que apareciera en España. Mientras tanto, los cardiólogos del hospital le instalaron un corazón artificial que le mantuvo vivo doce días. El órgano no llegaba y Rafael se debatía entre la vida y la muerte. «Sufría fibrilaciones constantes de hasta 350, lo que obligaba a los médicos a usar placas cardíacas que le provocaron importantes quemaduras», recuerda su mujer, «en la UCI me llamaban el Chispas», bromea él mientras levanta su camiseta para mostrar las cicatrices: «Estoy peor que el Padilla». Pasados los 12 días, sin órgano que trasplantar y con signos de debilidad cada vez más evidentes, el equipo médico decide conectar su corazón a otra máquina más duradera, esta vez ligada a un ventrículo. Con ella logró el primero de los récords que ha batido en la UCI. 49 días seguidos conectado.

Durante ese tiempo, instalado en la cama 51 de Cuidados Intensivos, Rafa era como un campo de minas donde se sucedían complicaciones de todo tipo. «Con 17 bombas colgadas, medio incosciente por las drogas que le administraban para evitar el dolor y controlar su ansiedad, entubado, sufrió una asepsia, un fallo multiorgánico y tuvo que recibir diálisis», explica Ana.

Si algo define la odisea de este paciente es la fatalidad continuada y su capacidad para resurgir cuando todo parece perdido. El trasplante, por supuesto, tampoco fue cosa fácil. El 19 de enero la familia recibió «la llamada». Les comunicaron que había un corazón en Ibiza. «Después de tanta angustia, celebramos la noticia casi con una fiesta», revelan.

Rafael Plato y su esposa, Ana Alba, sonríen abrazados. Foto: SÁNCHEZ MORENO

Ana y Rafael se conocieron en Córdoba hace 25 años cuando ambos estudiaban técnico de Radiología antes de cursar Enfermería. Luego, el trabajo les obligó a separarse. Ella se fue a Asturias y él, a Madrid. En ese tiempo, se intercambiaron más de 1.500 cartas de amor que aún conservan. Pero cuando la distancia se hizo insoportable, los dos pidieron el traslado a Mallorca, donde han vivido durante años y donde nacieron sus dos hijos.

«Siendo mis hijos mallorquines, me hizo ilusión pensar que yo también llevaría algo de allí», cuenta él, «eternamente agradecido a la generosidad que demuestran los donantes y sus familiares». Horas después, el cirujano llamó para decir que el corazón no era válido y la esperanza se desvaneció. «Se nos cayó el mundo encima», recuerdan.

El 20 de enero, un día después, el coordinador de trasplantes del Reina Sofía, el doctor Juan Carlos Robles, «papá Robles o san Robles» para Rafael y Ana, supo que había otro corazón, pero ni él ni Purificación Carmona dijeron nada. No querían que se repitiera la decepción. Ana, que ha pasado casi 300 noches en duermevela en la sala de familiares de la UCI, esperando la hora de la visita, aguardando noticias que rara vez eran buenas, recibió «la llamada» esa madrugada. Él dormía cuando ella y todo el equipo de Robles rodearon su cama para anunciarle lo que iba a pasar. En un abrir y cerrar de ojos, estaba en el quirófano. El implante transcurrió sin problema, el corazón fue activado correctamente, pero cuando fueron a cerrar, se produjo una hemorragia masiva que obligó a transfundirle más de 17 bolsas de sangre. Así que, al salir del quirófano, Rafael volvió a la UCI, a la cama 55, una cámara de aislamiento donde preservarlo de cualquier infección. «El corazón no iba bien, su estado era de máxima gravedad», relata Ana. Empezaba así la segunda parte del largo vía crucis.

Durante los once meses que ha pasado en la Unidad de Cuidados Intensivos, lo más duro para Rafael ha sido «el aislamiento», el no poder ver a su mujer y a sus hijos, la soledad. «Siempre preguntaba cuántos presos estaban allí conmigo porque la sensación que tenía era como de estar en una cárcel», confiesa, «entre cuatro paredes, sin saber si es de día o de noche, deseando siempre que llegue la hora de la visita para ver a mi mujer, que me repetía al oído nuestro lema: Siempre adelante. A veces he tenido ganas de morirme, pero escuchar su voz me daba la vida otra vez», dice sincero.

Diez días pasó en la cámara de aislamiento en estado de coma, con los ojos abiertos de par en par. Nadie sabía si dormía, si oía a los demás. «El día 11 empezó a reaccionar, aunque permaneció con la mirada fija en el techo durante meses», cuenta Ana, que en ese momento rompe a llorar. Su marido le toma la palabra: «Ella ha sufrido muchísimo en este tiempo, ha sido consciente de cosas que yo ni siquiera sé», explica antes de que ella le tome la mano y le diga que él hubiera hecho lo mismo por ella.

Rafael nació de nuevo el 20 de enero y lo hizo como un bebé, literalmente, ya que ha tenido que empezar de cero. Él se derrumba al recordar ese despertar. «Yo era ya adicto a los medicamentos y sufría alucinaciones a causa de los fármacos contra el rechazo», recuerda, «a mí no me quería ni ver, con las manos atadas intentaba darme puñetazos, me mandaba fuera de la habitación», añade su mujer. Mientras ella relata lo que ha vivido, él vuelve a ser consciente de esos días que pasó apagado al mundo. «Yo veía gatos en las paredes y a mis hijos escondidos en el hospital, debajo de la cama, llamaba a la enferma angustiado para que se los llevara». Así pasaron meses, en vilo.

El drama de Ana con su marido no era el único que estaba viviendo aunque él no lo sabía. Los padres de Ana llevaban viviendo con ellos tres años. En el transcurso de la enfermedad de Rafael, el padre de Ana sufrió una leucemia terminal que finalmente obligó a hospitalizarlo. «Mi pa

dre estaba en un ala y mi marido en otra, uno intentando sobrevivir, el otro muriendo». Cuando su padre falleció, ella no pudo compartirlo con él, para quien su padre había sido también un padre. «Me dijeron que él estaba mal y que no era conveniente decírselo así que pasé esa tarde con él viendo monólogos de humor y poniendo buenas caras hasta que salí y me derrumbé en el tanatorio». De ese día, él recuerda que su mujer le dijo: «Este día no se te va a olvidar». Y así ha sido.

Después de esa muerte, aún tuvieron que pasar varios meses en la UCI antes de salir por primera vez. En julio, Rafa fue trasladado a planta, pero tuvo que volver a Intensivos tras sufrir una neumonía que logró superar. «Cada paso que hemos dado ha venido seguido de una complicación, todo ha sido como una de esas películas en las que piensas, bueno, esto ya no puede ir a peor, pero empeora». El camino hacia la luz fue un proceso lento, muy lento, enfocado a hacer que Rafael recuperara la fuerza para salir de allí. «He estado a punto de morir siete veces, aunque yo recuerdo dos», relata, «esas dos veces sentí una extraña sensación como de levitar, y mucha felicidad, entraba como en una espiral blanca y negra sin dolor, tranquilo, casi feliz». Él está convencido de que lo que sintió fue el efecto de las drogas que segrega el cerebro para que no sufras cuando vas a morir.

Pero paso a paso, llegó el verano y con él, fue posible cerrar la traqueotomía que le abrieron justo antes del trasplante y retirar la sonda con la que fue alimentado. El 21 de septiembre, salió del hospital. Los días aún eran largos y soleados y los dos recobraron la alegría de estar juntos de nuevo en casa, con sus hijos. «El mayor no me perdona que le engañara», confiesa Ana, «yo no quise contarle de sopetón lo que le pasaba a su padre, preferí esperar, no quería mentirle y tampoco sabía lo que pasaría, ¿cómo se le dice a un niño de siete años que su padre puede morir?». El pequeño apenas se ha enterado de lo que pasaba. «Un día me dijo mamá ¿ya no hay papá? Ese día lo llevé a la UCI. Su padre estaba entubado y me preguntó, ¿quién es ese hombre?».

En momentos tan duros y tan prolongados, en los que la sensibilidad está a flor de piel, Ana ha tenido además que vivir de cerca la muerte de muchas personas. «Eso es lo que pasa en la UCI», explica, «donde además tú te sientes fatal porque sabes que en cualquier momento puede entrar por la puerta una persona que ha sufrido un accidente mortal y que gracias a esa muerte es posible que tu marido viva, es una sensación horrible que no le deseo a nadie». Durante los días, semanas y meses de internamiento, el personal de Reina Sofía ha sido parte de la familia para Rafael y Ana, «desde el primero al último», afirman, «son un equipo increíble, humano y empático hasta más no poder». No en vano, ha vivido junto a ellos una Nochebuena, una Nochevieja, varios cumpleaños y un sinfín de días señalados, de pequeñas victorias y de grandes dramas que se han sucedido a lo largo de todo este tiempo.

Ana contó además con el apoyo de su compañera y amiga Teresa, a quien quiere dejar constancia de su agradecimiento. «Cuando pasa algo así, personas que tú consideras grandes amigos, dejan de serlo y nacen nuevas amistades que sabes que lo serán para toda la vida», explica en alusión a Teresa. «Nunca olvidaré cómo el 24 de diciembre apareció en la sala de la UCI para quedarse conmigo, con dos bocadillos de jamón, para mí es como una hermana». También menciona a sus vecinos, «un ejemplo de generosidad», que llegaron a organizar turnos para hacerse cargo de sus hijos, a los que tuvo que dejar durante meses en segundo plano. «Gracias», dicen los dos.

La palabra gracias se repite a cada paso, al hablar del donante que le regaló a Rafa un corazón y al hablar de una larga lista de personas con nombres y apellidos que han marcado su estancia en el hospital. «Desde el doctor Robles, que es como un padre para mí», dice él, «hasta Puri y Mercedes, la fisioterapeuta, que me regaló el clavel ese que está ahí (señala sobre un mueble) el día de mi cumpleaños, el doctor Pozo, el doctor Serrano, el celador, las enfermeras, la gente de Cardio, de Rehabilitación, Trasplantes..., no hay palabras».

Todo iba bien hasta que el 19 de octubre, de la forma más inesperada, Rafa tuvo que volver a la UCI. «Estaba bebiendo agua y empezó a toser con la mala suerte de que se le fue al pulmón», relata Ana, «así que ingresó en Intensivos de forma preventiva, para vigilarlo». Allí vomitó y la cosa se volvió a complicar con una neumonía que lo ha mantenido un mes más en el hospital, sedado, entubado, con el respirador. El 4 de noviembre volvió a salir. «Este último capítulo ha sido un jarro de agua fría», asegura Ana, que aún recibe tratamiento contra la ansiedad, «yo solo pensaba ¿cómo se lo digo a mis hijos otra vez?». Para Rafael, fue un mazazo muy duro del que aún se está recuperando psicológicamente: «Cuando crees que la pesadilla ha pasado y tienes que volver a esas cuatro paredes, piensas, ¿esto va a ser mi vida?».

Desde que han vuelto a casa, ninguno de los dos hace planes. «Vivimos al día, yo solo le pido a Dios que pueda vivir muchos años con mi mujer y mis hijos», dice él, «aunque tengo mis momentos de bajón, la verdad es que estoy feliz».

«Yo quiero disfrutar cada momento, recuperar el tiempo perdido, vivir cada minuto a lo grande», dice ella, «en cuanto sea posible, tendremos que pagar todas las promesas que unos y otros han hecho para que Rafa se recupere y nos tocará hacer el Camino de Santiago, subir a la Virgen de la Cabeza, ir al Rocío...». Todo implica bastante movimiento a pie, así que Rafael confía en que «cumpliendo las promesas me ponga además como un roble».

PRIMERA ESCAPADA // Rafael y Ana se casaron en el 2006, después de catorce años de novios. Lo decidieron después del traslado que los llevó a Mallorca. «Decidimos casarnos en Córdoba, en la iglesia de Jesús Rescatado», recuerda Ana, pero no lo celebraron aquí. «Al terminar, todos nos pusimos en marcha y recorrimos 70 kilómetros para ir al banquete en Andújar, mi pueblo», explica Rafael. Ese fue uno de los días más felices de su vida.

Aunque continúa el proceso de rehabilitación, Rafael ha vuelto a viajar a su pueblo hace unos días, su primera escapada desde que sufrió el infarto, del que el 2 de diciembre se cumplió un año. «Iremos al bautizo de mi sobrina, de la que yo iba a ser padrino», relató poco antes de partir, «el padrino será mi hermano porque no era seguro que yo pudiera estar allí». Luego bromea: «Tomo 25 pastillas al día, así que no podré tomar cerveza, pero no pasa nada, lo que sí me ha prescrito el médico es jamón de pata negra y entre eso y las gambas, me apañaré». Aún queda mucho por andar, pero la vida se abre camino al fin.

P.D.: Rafael me regaló un título: «Al otro lado de la aguja». No lo he usado. Te lo devuelvo para tu libro. Empieza a escribir.