La noticia le cayó encima como un jarro de agua fría el 22 de septiembre del 2009. Tenía solo 23 años cuando su médico de cabecera le informó de que sus dos riñones estaban parados y que sufría una grave enfermedad renal. "Me hice una analítica porque estaba muy floja y acabé en Reina Sofía, con un orificio en el cuello, enganchada a una máquina de hemodiálisis", recuerda Lola. En aquella época, estaba trabajando en una empresa de congelados, pero tuvo que dejar su puesto porque el tratamiento la dejaba sin fuerzas. "A los dos meses, cambié la hemodiálisis por la diálisis peritoneal, una modalidad que te obliga a enchufarte a la máquina todos los días, pero se hace en casa, mientras duermes, por lo que todo tiene que estar esterilizado y libre de gérmenes", comenta mientras se levanta la camisa para mostrar dónde conecta su particular depuradora de sangre. Mi primer encuentro con Lola tiene lugar en junio del 2011, dos años después de aquel diagnóstico que la ha obligado a dormir cada noche durante casi 700 días enganchada a una máquina. Además del empleo, ha perdido 15 kilos y la independencia propia de su edad. "Echo de menos viajar, tener apetito y ponerme bocabajo para dormir", explica. En este tiempo, Lola estuvo a punto de ser trasplantada con el riñón de un donante cadáver. "Al final, no pudo ser, yo era incompatible, y en el fondo me alegré porque se lo quedó otra persona que en ese momento estaba peor que yo", explica sincera.

En octubre del año pasado, mientras su salud decaía por momentos, la posibilidad de buscar un donante vivo empezó a barajarse. "Mis hermanas se hicieron las pruebas y resultó que Vanesa era cien por cien compatible conmigo", explica Lola, "pero yo no quería que hiciera algo así por mí, me parecía un sacrificio muy grande". Finalmente, Vanesa decidió convencer a su hermana sí o sí. "No soportaba ver cómo Lola pasaba los días sin poder moverse, cada vez más delgada, sin energía para jugar con su hija, así que, como yo soy una persona fuerte, decidí arriesgarme", comenta a pocos días del trasplante.

Vanesa es militar de profesión y al igual que su hermana Lola, madre de una niña que, desde que se enteró de lo que iba a hacer, la tiene en un altar. "No voy a negar que tuve mis dudas, pero un brigada compañero me contó que él hizo lo mismo por una hija y que está perfectamente, así que pensé que yo también podría", afirma segura.

El pasado 6 de julio, el equipo de Nefrología y Urología del hospital Reina Sofía, al que las dos hermanas agradecen lo bien que se portaron en todo momento, llevó a cabo el trasplante. Cuatro meses más tarde, Lola y Vanesa recuerdan la experiencia.

"La extracción del riñón empezó a las 9.30 de la mañana y duró seis horas", explica Vanesa, "el trasplante algo más de tres". Lo más sorprendente fue que "nada más implantar el riñón, empezó a funcionar, cuando según los médicos, lo normal es que tarde algún tiempo", recuerda Lola. Para la donante, la experiencia fue "dolorosa y muy impactante psicológicamente, por mucho que te prepares, es un choque", admite, "de todas formas, viendo a mi hermana, volvería a hacerlo una y mil veces". Para la receptora, el trasplante ha sido una liberación. "Mi vida ha dado un vuelco, puedo comer lo que quiera otra vez, he recuperado peso y hasta el color de cara, aunque todavía no lo he asimilado del todo, sigo despertándome pensando que se me ha salido el tubo de la diálisis". Está feliz aunque la intervención no estuvo exenta de complicaciones. "Me han tenido que ingresar dos veces más", reconoce, "estuve a punto de perder el riñón porque no estaba tomando bien el tratamiento, pero gracias a Dios se dieron cuenta a tiempo y pudieron evitarlo, ahora todo está en orden", afirma con una sonrisa.