Doscientos dieciséis kilómetros para treinta minutos. ¡Paz, que está aquí tu nieto! ¡Pues que se acerque! No puedo, abuela. ¿Por qué? Hay gripe.

A las seis de la tarde, sin falta, mi móvil vibraba. Salía de clase, me iba al fondo de algún pasillo de la facultad y abría la ventana para que mis voces no se colaran en las aulas. Tenía que gritar porque estás sorda de un oído, y casi del otro. Todas las tardes te repetía lo mismo, lo que estaba estudiando, que servía para ayudar a las personas, que lo había aprendido de ti, que ibas a casa de una vecina cada vez que se ponía mala, que no te dejabas una miga en el plato porque la gente en África se moría de hambre, que rezabas por la paz en el mundo. Yo te contaba y así, día tras día, aunque fuera a través del teléfono, no dejábamos que tu memoria se apagara.

Me acompañaste durante tres años de carrera. A veces el tito ni siquiera esperaba a que te tragaras los caramelos que te llevaba para llamarme. Ahora hay un cartel que prohíbe que te demos cualquier alimento. Tampoco el colirio que tan bien le sentaba a tus ojos ni la crema que te esparcías por la cara y las manos con suavidad. El tito convirtió en ritual subir a la residencia a diario, llamarme, luego a mi madre, y así, aunque no podías vernos, porque llevas ciega dos años, nos escuchabas, nos preguntabas, recitabas nuestros nombres, los de tus nietos y bisnietos, tus ocho apellidos, te describíamos el patio de tu casa, mi accidente con la bici, los gatos. Besabas la mejilla del tito y me lanzabas besos en cada adiós.

Ahora preguntas por qué no nos acercamos.

Ahora no preguntas porque apenas hay llamadas ni visitas. Ahora hay dos mesas entre nosotros, unos metros insalvables, y unas mamparas para separarnos del resto. A veces te quedas dormida en plena visita. Te molesta la mascarilla, intentas quitártela. La auxiliar te la coloca bien, pero vuelves a bajártela. O te la pones sobre los ojos.

«Es muy difícil para ellos», comenta Ana, una de las auxiliares. «Nos hemos convertido en su familia, somos todo: la peluquera a la que no pueden ir, el hermano que no las llama, el hijo que tuvo que dejar de visitarlas...».

Nueve meses sin darte abrazos.

¡Abuela!, tengo que gritar para que despiertes. Te repito quién soy, y vuelta a empezar. No sé si es mejor dejarte descansar.

«Han pegado un bajón, son otras personas, más olvidadizas, ya no se les habla tanto», reconoce Ana. «Era la familia quien hacía ese trabajo de refrescar la memoria, pero nosotras no sabemos tanto de ellas y no podemos hablarles de sus hijos, vivencias, recuerdos... Algunas solo se tranquilizaban cuando escuchaban a un familiar, y eso ahora no lo tienen».

Hoy estás bien. He tenido mucha suerte. ¿Sabes que mi hermano va a tener una niña? ¿Pero está casado? Te voy a hacer una foto. Tú misma te colocas el pañuelo, a tientas. Estás muy guapa. Yo no me veo tan guapa, una mujer corriente. Eres una santa. Eso me gusta más.

¿Por qué me traen aquí?

«Están totalmente desorientados, muy raros», reconoce Marga, otra de las auxiliares. «Han decaído física y psicológicamente. Algunos han perdido la noción y te preguntan que cuándo viene su hijo. Y la tristeza que tienen. Se les nota en los ojos. Con las visitas tan cortas, tan de vez en cuando, están incluso peor, porque están completamente separados. Y piden besos, y preguntan que por qué no se los damos, si ellas no tienen el bicho. Pero es que ni a nosotras nos dejan acercarnos mucho. Yo echo de menos el beso que les daba de buenas noches, que por qué no se lo damos, insisten. Y otras ni nos reconocen con las mascarillas».

Tú no te quejas, abuela. Que hagan lo que vean mejor, es tu respuesta para todo.

«Nosotras no tenemos tanto tiempo para pararnos a hablar con ellas --lamenta Marga--, el peso lo llevaban los familiares, y al no venir, van perdiendo memoria, algunas hasta por completo».

A ti cada vez te queda menos, pero siempre nos terminas sorprendiendo. Incluso al médico de la residencia. ¡Has resucitado tres veces, Paz! ¡Buena estoy para lo que hemos costado!

Hoy estás lúcida. ¿Sabes que mi madre se ha jubilado? Qué a gusto se habrá quedado. Tomas muy pocas medicinas. ¿Qué quieres que me traigan un camión? La vista regular, ¿no? ¡Si tú a esto la llamas regular, que venga dios y lo vea! Pero a ti te da igual. ¡Cómo me va a dar igual! Que lo acepto, que se adapta una a todo. Tú siempre has sido buena. Es que con los malos no se gana nada. ¿Y qué bicicleta has traído?

Anochece. Me cuesta despegarme, dejarte ahí sentada. Quédate hasta que tú quieras, me dice la auxiliar, hoy no tenemos más visitas. Me preguntas que dónde voy a cenar, que dónde vivo, con quién. Anda, vete, antes de que sea más tarde. Me levanto, te lanzo muchos besos seguidos, como hacías tú cuando yo era chico, pero solo te llega el chasquido de mis labios.

¿Y tienes novia?