El Naranjo, el barrio situado más al norte de Córdoba, hacia la sierra, surgió en la década de los años 20 del pasado siglo. Europa, sumergida en una etapa de cambio político, económico y social, intentaba resurgir de sus cenizas tras la Primera Guerra Mundial y en Córdoba se consolidaban iniciativas empresariales e industriales como la de Electromecánicas. El descontento y las malas condiciones de vida de los campesinos y la esperanza que para mucho trajeron las revueltas sociales del momento provocaron la emigración de la población rural a sus ciudades más cercanas. Es en este contexto histórico cuando comienzan a levantarse en El Naranjo las primeras casas, verdaderas infraviviendas. El barrio por aquel entonces aparecía como una «población periférica y marginal», como relata Juan Antonio García Molina, autor de uno de los textos de la obra geografía de Córdoba capital. «Allí una parcelación anónima y marginal hace surgir un urbanismo caótico compuesto de construcciones de baja calidad en un contexto de absoluta penuria o carencia de servicios» en la que se levantó un noviciado marista, el Castillo de Maimón.

El PGOU de 1958 vino a poner orden a esta situación y a diseñar un barrio donde, además de aquellas casas humildes, empezaron a construirse chalets y residencias de verano. En 1954 El Naranjo ya contaba con una parroquia, la de Santa Victoria, al frente de la cual se puso un joven cura, Agustín Molina, que fue clave para el desarrollo de esta parte de la ciudad.

Apodado con el sobrenombre de Padre Ladrillo, Molina llevó a cabo una importante labor social y promovió la construcción de un centro educativo, de un dispensario para los más necesitados, de una guardería... Fue la bautizada como operación Ladrillo, con la que logró recaudar fondos de toda la ciudad para poner en pie sus proyectos.

En la actualidad se mantienen muchas de aquellas viviendas de los años 60, pero el barrio se ha ido modernizando y creciendo gracias a residenciales como Mirabueno o a la urbanización del parque de la Asomadilla.