Lo más cerca que Antonio Blanco ha estado de la calle durante el último año es su ventana en un segundo piso de Santuario. Sus 84 años, una operación en la rodilla y unas escaleras tortuosas lo han condenado a permanecer en su casa, a la espera de que un ascensor le cambie la vida. «Parece que está uno en una cárcel», dice. No sería la primera vez que esta situación obliga a los vecinos a desalojar sus viviendas en busca de accesibilidad. «Mi hijo me dijo que me fuera a Cañero», cuenta. Pero, tras 47 años allí, más que abandonar un hogar supondría dejar atrás la historia de sus vidas. «Yo me quedo aquí hasta que me muera», afirma su esposa, María Córdoba. «El día que yo ya no pueda bajar, que mis hijos no pueden, nos traen de una casa la comida y ya está», propone. «Me asomo a la ventana y ya está», dice Antonio con resignación desde una silla en el umbral de su puerta.

Unos cuantos pasos separan su salón de las escaleras de uno de los nueve bloques que carecen aún de ascensor en el barrio de Santuario. Las ayudas de la Junta de Andalucía, a través de la Agencia de Regeneración y Renovación Urbana, les brindará una oportunidad para concluir una batalla en la que llevan desde el 2007 peleando. Sin embargo, como relata María, fue en el año 95 cuando se comenzó a hablar sobre el asunto. En el 2012, con el proyecto aprobado y el estudio arquitectónico listo, la Junta de Andalucía se apartó, como explica Rafael Carmona, presidente de la asociación de vecinos, por falta de fondos. Después de eso, una década de esperas. Ahora, asegura Carmona, tendrán que comenzar de nuevo el proceso. Un nuevo proyecto.

Debate e incomprensión

Desde la claridad de los ojos azules de María, la impotencia brota y empapa su rostro. Su voz se diluye entre sus lágrimas al tratar de comprender por qué los vecinos no se ponen de acuerdo para permitir la obra. «Por humanidad tendrían que decir: ¡Sí que es verdad! No quiero hablar porque a mí me da hasta pena, porque nosotros colaboramos en todo lo que esté, para lo mejor, y trabajadores hemos sido como nadie y ahora esto, pues claro, estamos agobiados», intenta expresar María. En el pasillo exterior, hace un recorrido por las plantas con las que lo ha decorado. Y la tristeza parece esfumarse por un momento. «Nos hace falta», exclama, pero aunque ellos no lo vieran puesto, sería «para otros», trata de explicar. En su opinión, si no lo han hecho antes, «¿cómo lo van a hacer ahora?».

Luisa, a punto de subir con la compra al ascensor en uno de los bloques que sí cuenta con el mecanismo. Foto: CHENCHO MARTÍNEZ

Encarni Ortiz, Vecina de un bloque sin ascensor. Foto: CHENCHO MARTÍNEZ

Como informa Rafael Carmona, la falta de acuerdo en las propias comunidades vecinales supone una barrera difícil de sortear en ciertas ocasiones. «Somos los más perjudicados», dice Antonio. «Pero a nosotros no nos escuchan». ¿Por qué? Según Carmona, especialmente por dinero o por tratarse de personas que viven en los pisos más bajos, que no suelen necesitarlo. «Lo difícil es poner de acuerdo», dice. Además, «eso si se corta, se fastidia y no sale adelante pues crea mucha frustración», sostiene el presidente. En otro de los bloques sin ascensor de Santuario, las vecinas del bajo no dudan en unirse al resto del bloque: «Yo soy solidaria, todos vamos a ser mayores», cuenta una de ellas. «Hay un hombre que se tuvo que ir de aquí porque estaba enfermo y se tuvo que ir a la casa de los hijos, ya que no podía subir las escaleras», explica Encarni Ortiz, otra de las vecinas del piso inferior Sobre si lo apoyaría, no duda: «Claro, claro que sí».

Una vecina pasea por las calles del barrio, donde se realizarán las próximas obras de ARRU. Foto: CHENCHO MARTÍNEZ

Mismo barrio, distintas realidades

Tras las cristaleras de los portales, los botones de los ascensores brillan y marcan la diferencia entre dos realidades. En el barrio, el tema retumba como un eco histórico, como si siempre hubiera estado entre ellos. Para Luisa, el problema está claro. «¿Sabes lo que pasa? Que somos todos muy egoístas», dice la cordobesa mientras suelta el carrito de la compra, saca las llaves y abre la puerta de su bloque. Ella vive en una primera planta. A pesar de ello, su marido no hubiera podido salir a la calle de no ser por el ascensor. «En la asociación de vecinos siempre batallamos mucho y yo nunca creí que iba a caber un ascensor», relata Luisa. Pero el mecanismo llega silencioso, se abre y la vecina, junto a la compra, se despide tras las puertas automáticas.