Cuando una mili tardía cortó mi incipiente trayectoria profesional como periodista y me trajo de vuelta a Córdoba en 1984 sin otro horizonte que buscarme la vida, la ciudad tenía su mayor noticia en lo que hiciera su alcalde, Julio Anguita. Entonces no era consciente. Colaboraba con Radiocadena, y la Agencia EFE me ofreció la oportunidad de ser su corresponsal en la provincia. Pagaban por piezas, y las del primer alcalde comunista de capital de provincia en España interesaban casi siempre. Después, desde Diario CÓRDOBA, era natural reflejar la intensa actividad política de ese hombre al que la prensa nacional bautizó como Califa Rojo.

Brujuleaba por la ciudad a todas horas, enviaba crónicas desde casa, y también desde el teléfono de cualquier bar -gracias, Carrasquín- o desde el que me dejaban en cualquier despacho del Ayuntamiento, y asistía a los plenos que se celebraban por la tarde, a hora muy mala para los informadores, pero que había decretado así el alcalde para que el pueblo asistiera a las sesiones. Y vaya si asistía: las llenaba. Me pasaba también por la taberna El Gallo y por otra de la calle San Pablo cuyo nombre ahora no recuerdo, donde tanto la reducida oposición como el equipo de gobierno municipal, de 17 concejales, se reunía a muy última hora de la mañana y hacía puestas en común con la cerveza o el medio por delante. La muerte de Julio Anguita, además del sentimiento personal, obliga, para escribir estas líneas, a un repaso apresurado por 36 años de relación profesional, intensos los primeros, esporádicos a partir del comienzo de este siglo, pero continuados hasta la última vez que charlamos por la calle poco antes del confinamiento.

De aquellos primeros ochenta, cuando el verbo de Julio Anguita enardecía y subyugaba a las masas cordobesas, cuando se rompió el pacto de gobierno con el PSOE en el Ayuntamiento y la relación con las administraciones socialistas se volvió imposible, es reseñable el hecho de que Julio Anguita, sin jefe de prensa ni asesores de comunicación, sabía muy bien en qué momento soltar la noticia, cuándo filtrarla, cuándo hacer declaraciones y a quién se las hacía. Su olfato en ese sentido era magistral. Tenía también la habilidad de, sin establecer lazos privados ni abrir la puerta a su intimidad, crear relaciones con periodistas de todos los medios, incluso los que estaban completamente en su contra. No puedo hablar de todos los casos -a lo mejor en Madrid las cosas fueron diferentes- pero, por lo que conozco, no negó información a ningún periodista como sí han hecho con frecuencia políticos de todo el espectro cuando un medio los enfada más de la cuenta.

La relación que establecía Anguita con la prensa local y andaluza era cordial, aunque sin excesivas “confianzas” personales. Siempre intentó mantener su intimidad a salvo, aunque la vida no siempre se lo permitió, como ocurrió con la dolorosa muerte de su hijo, el periodista Julio Anguita Parrado, en la guerra de Irak, en 2003. Pero en las décadas de los ochenta y noventa del siglo pasado su figura iba creciendo hasta proporciones míticas en el imaginario popular. Intento recordar cuándo establecí esa relación más directa con Anguita, que nunca cogía el teléfono a la primera, pero siempre me devolvía las llamadas. Tuvo que ser antes de su renuncia a la Alcaldía de Córdoba en febrero de 1986 para ponerse al frente del proyecto Convocatoria por Andalucía, germen de Izquierda Unida, y su candidatura a la presidencia de la Junta de Andalucía. Fue en el restaurante El Caballo Rojo, en una conversación casi de pasada: “En febrero dejo la Alcaldía, me dijo, pero como digas que te lo he dicho yo…” . Miel en la máquina de escribir de un periodista. Nadie supo la fuente informativa, espero que Julio me perdone por desvelarla ahora. Solo se dio cuenta su secretario personal, Alfonso Ceballos: “Eso te lo ha tenido que decir Julio”, me espetó. Lo negué, pero Alfonso conocía bien a su jefe y a mí. Un jefe que, por cierto, no volvió desde entonces a valorar la política municipal, para no interferir, ni declinó una sola invitación a actos del Ayuntamiento.

Pero tuvo que ser antes de esa fecha. Tal vez un año antes, en agosto de 1985, cuando se produjo el conflicto con la Junta de Andalucía al aparecer restos arqueológicos en la avenida Gran Capitán, donde el Ayuntamiento quería hacer un aparcamiento subterráneo. No había dinero para excavar los restos y aquel agujero se estaba convirtiendo en un estercolero. El equipo de gobierno local decidió cubrirlo todo con arena, para no dañar los vestigios, y mantuvo en secreto su decisión. Luego, el responsable de Urbanismo, Juan José Giner, explicitó off the record fecha y hora (las seis de la mañana), y así fue posible descubrir la Operación Walquiria.

Hubo un momento determinante. El “momento paseo”, que se diría hoy. El primero de otros muchos. Volviendo a casa de madrugada, una noche de febrero de 1988, nos encontramos en Las Tendillas. Julio Anguita era muy aficionado a pasear por la ciudad en el silencio de la noche. Le pregunté, como no podía ser menos, si se iba a presentar a la secretaría general del PCE. Su liderazgo en Andalucía lo había convertido en el referente nacional de su partido. Se sentía presionado. Hasta un día antes dijo que no quería, que sería dejar otra vez a medias un proyecto (primero, el Ayuntamiento, en esta ocasión el Parlamento de Andalucía) y que se negaba a ser “el acorazado” que enviara su partido ante cada nuevo desafío. Hasta horas antes, lo negó, se negó. Y, llegado el momento, presionado por sus bases y dirigentes, pero también siguiendo la lógica de que no puedes tener el liderazgo -como lo tenía- sin asumir responsabilidades, aceptó, y los comunistas españoles cerraron la etapa de Gerardo Iglesias. Aquella madrugada fuimos paseando hasta la estación, y volvimos, hablando de muchas cosas. Luego se inició su etapa en Madrid, en la que fue una estrella mediática y una persona admirada, pero también el hombre más odiado.

Nunca he juzgado a Anguita, pues un periodismo basado en la información no necesita estar de acuerdo con lo que relata. Hechos, noticias… Es posible que en el exalcalde de Córdoba hubiera una personalidad poco compatible con la gestión. Utilizando la frase de Voltaire “lo mejor es enemigo de lo bueno”, es posible que su falta de flexibilidad hiciera difícil llegar a acuerdos para resolver determinadas cuestiones, con ese listón que él ponía tan alto. En el Ayuntamiento de Córdoba solo se desbloquearon situaciones de enfrentamiento con la Junta de Andalucía y el Gobierno al llegar Herminio Trigo a la Alcaldía. Anguita era el enemigo a batir por el PSOE, y eso complicó mucho las cosas en la ciudad. Pero trajo aires nuevos, dio protagonismo a la gente de la calle y proyección a la ciudad, elevó el debate político en España y, cuando se retiró de la política activa -que no de la acción política no institucional-, fue un ejemplo para todos y un referente para la izquierda durante dos décadas más. No hay medio, amigo o enemigo, que no resalte su honestidad intelectual y vital y su carisma. Y dejar eso tras de sí es difícil en los tiempos que corren.