La historia de María Isabel de Lara Fernández no cabe en una página. 98 años (nació el 18 de enero de 1922) dan para mucho, aunque lo más curioso que le ha pasado en los últimos días es que acaba de dejar el cargo de presidenta de su comunidad, en la avenida Ronda de Tejares, que ha ostentado desde hace 36 años, por más que haya intentado que la relevaran en más de una ocasión. «Nadie quería sustituirme, así que he seguido todo este tiempo», explica. En su familia, la longevidad es sello de la casa de las féminas. «Mi madre, que dio a luz a diez hijos, murió con 102 años y medio y mi abuela, con 96», explica con una amplia sonrisa dibujada en un rostro de piel rosada, tersa y suave y labios cuidadosamente perfilados.

Presumida, con las uñas bien pintadas, cada día se levanta y se arregla antes de bajar, acompañada por su hija Isabel o Loli, «otra hija para mí», al bar de enfrente para tomarse su tinto con limón. «Mi madre hacía lo mismo y duró más del siglo», subraya. Luego lamenta que apenas le queden amigas cerca con las que poder quedar. «Yo estaba en la asociación de viudas y teníamos un grupo grande, nos veíamos a menudo, pero me he quedado sola porque muchas están ahora en residencias».

Isabel se casó «con un hijo del secretario del Ayuntamiento José Carretero Serrano, al que en su día le dedicaron una calle de Córdoba», recuerda orgullosa de su abuelo Isabel hija, que coge de la mano a su madre mientras las dos hilvanan anécdotas. El marido de María Isabel, ya fallecido, era abogado. En 1982, ella, su marido y sus tres hijos se instalaron en su domicilio y en 1984 era elegida por primera vez presidenta de la comunidad «por unanimidad de los ocho vecinos del bloque». Desde entonces, ha sido portavoz y enlace con el administrador de las necesidades que han ido surgiendo. «En los últimos años, se ha reformado el portal y la fachada entera, y se bajó el ascensor a cota cero», indica, mientras su hija deja claro que fue su madre quien tuvo la idea de quitar los escalones para evitar colocar una rampa.

Lectora infatigable de novelas de detectives y aventuras, no usa gafas para leer ni seguir las películas del Oeste, el cine clásico y sus series favoritas por televisión. Las piernas son su punto débil desde que sufrió una caída, pero aún se maneja bien para moverse en distancias cortas.

Dueña de una salud de hierro, hace unos años superó un linfoma que la obligó a someterse a sesiones de quimioterapia y del que se recuperó por completo. Ama de casa, estudió Bachillerato y empezó a hacer Enfermería hasta que las prácticas le desvelaron que el contacto con la sangre no era lo suyo y lo dejó.

La Guerra empezó siendo ella una adolescente y aún conserva vívidos recuerdos de la época, que recopila primorosamente en cuadernos escritos de su puño y letra, por si algún día se decide a hacer sus memorias. En su juventud, conoció a Manolete. «Recuerdo el día del funeral, caía una lluvia muy fina, la gente decía que estaba llorando el cielo». En su juventud fue figurante en una película, Cancionera, «que no llegó a estrenarse». Además, es descendiente de artistas. Su tía Graciela Vergara, madrina de su boda, fue una afamada cantante de ópera, que llegó a actuar en la Scala de Milán, y que dejó su carrera cuando se casó con un periodista llamado Alfredo Cabanillas, con quien se exilió a Argentina tras la guerra. Además de la herencia genética, el secreto de su larga vida no es otro que su alegría y buen talante. «Yo no me agobio, soy una persona muy tranquila y no me peleo con nadie», señala. En estos tiempos acelerados, toda una lección de vida.