El pasado martes se cumplieron 25 años del primer indulto producido en el coso cordobés de Los Califas. Hacía 29 años que se había inaugurado la nueva plaza y esa tarde (la del 28 de mayo de 1994) se lidiaba un encierro de Gabriel Rojas para César Rincón, Finito de Córdoba y Chiquilín. Los tendidos rozaron el lleno con buen ambiente y ganas de toros. Los festejos taurinos habían comenzado el día 20 de mayo y este hacía el número 9 de los diez -sí, sí, diez- programados. Esa feria se compuso de seis corridas de toros -sí, sí, seis-, una de rejones, dos novilladas picadas -sí, sí, dos- y una sin picadores, más el espectáculo del Bombero Torero y sus Enanitos y la Becerrada Homenaje a la Mujer Cordobesa que cerraba el ciclo ferial. Una feria muy completa hace ya 25 años.

César Rincón tuvo un balance de palmas y saludos desde los medios; Chiquilín, ovación y saludos; y Finito de Córdoba, que hacía su tercera actuación seguida en esta feria, cosechó saludos en el segundo de la tarde y dos orejas y rabo simbólicos de Tabernero, que salió en 5º lugar y al que se le perdonó la vida por su nobleza, bravura y juego extraordinario. Tabernero, marcado con el número 167, negro y de 546 kilos, pasó esa tarde a la historia de la plaza por haber sido el primer toro indultado en el coso cordobés.

Pero es que, además, este buen toro tuvo la suerte de caer en manos de un torero artista que lo supo lucir. Finito lo toreó a placer por ambos pitones. Parecía que el animal no se agotaría nunca. No se cansaba de embestir. Fueron series largas, con la plaza gritando «¡olé!» al unísono y con los tendidos en ebullición. Ni se sabe la cantidad de veces que el torero se lo pasó por la cintura en naturales infinitos y en redondos imposibles con el toro liado al cuerpo. Excelso toreo como respuesta a un animal que, si en el caballo no apretó lo que debía, en la muleta se entregó sin condiciones. Otro, otro y otro, los pases se sucedían, a cuál mejor, entre el delirio general. Y, cuando Finito montó la espada, la plaza era un manicomio pidiendo que no lo matara. Entonces volvió a torear a Tabernero, que seguía embistiendo con la misma clase que lo había hecho desde el principio de la faena. El empaque y la exquisitez del toreo de Finito -cada pase, un cartel de toros- tenía embelesada a la parroquia.

El tendido era una fiesta: unos se abrazaban, otros lloraban de felicidad y alegría, pero todos estaban de acuerdo que esa hermosa sinfonía debía tener el mejor final. Y, cuando el presidente dejó entrever el pañuelo naranja, llegó el éxtasis. Que ovación más impresionante. Al torero y al toro. Fueron teclas de un mismo piano para una colosal obra maestra. Finito simuló la suerte suprema con una banderilla y aún, antes de retirarse a la barrera para dejar que el animal volviera a corrales, se besó la mano y la puso sobre la testuz de Tabernero. Fue una manera de dar las gracias a un inmejorable compañero de viaje. Un viaje que llevó a Finito a la gloria y a Tabernero a la dehesa. Después vino la triunfal vuelta al ruedo en compañía del ganadero y el epílogo de la salida triunfal a hombros. Tabernero había escrito una página de oro en la historia de la plaza y puso en manos de Finito de Córdoba su primer trofeo municipal Manolete.