Unas famosas sevillanas tienen entre sus versos uno que dice: «En la cuarta, los lances definitivos». Esa frase define perfectamente lo que ayer se vivía en el recinto de El Arenal, donde los cordobeses despedían la Feria de Nuestra Señora de la Salud. Pero en contra de lo que se pudiera pensar, no lo hacían con muestras de agotamiento y hartura de fiesta, y mira que el termómetro se empeñó en agotar y agostar las fuerzas, pero no lo consiguió (bueno, si se ha de ser sincero, se pudo ver a algún camarero extenuado, esperando de nuevo la avalancha, que dormitaba sentado en una silla de plástico).

Salvo ese detalle, casi sin importancia, el ambiente fue in crescendo desde poco después del mediodía, cuando algunos padres aprovechaban la tranquilidad de la calle del Infierno para montar a sus hijos en las atracciones. Entre ellas, las que tenían al agua como aliciente se llevaban la palma. En el resto del espacio ferial, las casetas especializadas en comidas y aquellas que se denominan tradicionales, terminaban de colocar las mesas, calentar las planchas y peroles y revisar neveras para que todo estuviera a punto poco después. Las otras, las casetas de música y copas, acababan de limpiar y reponer botelleros para que no faltara detalle. Entre ellos, el del aire acondicionado, que fue ayer la prestación más valorada del centenar de casetas abiertas al público.

Por las calles, entre tanto, eran los caballos y carruajes los que daban la nota de color, pues entre sus ocupantes lo mismo se veían sombreros de ala ancha que chisteras, que sombrillas chinas para protegerse de los rayos solares. Junto al repiqueteo de las herraduras, al caminar el sonido que se percibía era ya un poco confuso pues si se orientaba el oído hacia el este nos llegaban sones de batucada y si lo enfocábamos para el noroeste eran las sevillanas y las rumbas los ritmos más escuchados.

Pero, como si de una película de ciencia ficción se tratara, en un abrir y cerrar de ojos (o abanicos) todo se fue transformando. Las mesas se fueron llenando de comensales, los trajes de faralaes competían en diseños y originalidad y los estridentes sonidos de las discocasetas iban tomando posesión de los altavoces. Nada de eso servía para que el sol se diera por vencido y se obstinó en seguir acariciando con sus cuarenta grados las espaldas y cráneos de los aviesos feriadictos, que no eran pocos y que más que arredrarse se animaban para continuar, rebujito en ristre, con la fiesta hasta el infinito y más allá.

Las sevillanas de los de Híspalis parecían decir «a sudar, a sudar, a sudar...», pero no, era solo fruto de la confusión que generaba la algarabía del último día de la Feria, en el que también ocuparon no pocos espacios grupos variopintos de futuros desposados, con sus extravagantes indumentarias, que, acompañados por sus desinhibidos amigos (o amigas), aprovechaban el gentío para sacar el máximo partido a la escapada que habían hecho hasta Córdoba para despedir la soltería de su colega.

La tarde iba asomándose poco a poco y lo hacía en forma de sombra, una sombra en la que se podía leer, a poco que se fijara uno, aquellos otros versos que cantara Medina Azahara y que decían «todo tiene su fin». Pero la gente, ni caso. Parecía no ir con ellos y siguieron disfrutando de la fiesta, de la música y de las sevillanas. Había quien aprovechaba para inmortalizar un reencuentro vía selfi, o quien utilizaba su celular para intentar que alguien más se incorporara a la fiesta.

Cuando la noche empezaba a ganarle la batalla a la jornada, los aparcamientos públicos del otro lado de la autovía se iban llenando de vehículos llegados desde todos los puntos de la provincia para seguir con la tradición de que la noche del sábado era para los visitantes de los pueblos, aunque ese mito ya se está compartiendo con la noche del viernes, e incluso con el fin de semana precedente.

Todos esos pequeños detalles, esas variadas casetas, esos sonidos, esos olores a frito y algodón de azúcar, ese polvo en suspensión y ese inmisericorde sol que ha custodiado sin pausa el recinto de la Feria de Córdoba, han servido este año para que la del 2019, según contaban algunos de los responsables de las casetas, termine con un buen balance económico para sus promotores y un buen recuerdo para quien haya tenido la posibilidad de visitarla. «Si el primer fin de semana va bien, la Feria va bien», nos explicaba un experto camarero en La Trabajadera. «Y este año ha ido bien el inicio de la Feria, aunque después, entre semana, ha bajado un poco. Pero luego, el final está siendo también bastante bueno».

Con el último encendido del alumbrado, la Feria vuelve a brillar y las caras se iluminan de nuevo con el color de mayo, un mayo extinto y huido. Y con él, la Feria, una feria que de madrugada se agarra a los cuerpos exhaustos de los cordobeses, que se resisten a marcharse, pese a que en las casetas empiezan a sonar ya los lances definitivos.