Tras más de un lustro instruyendo la causa de los ERE andaluces, ya hay sentencia, aunque no sea definitiva, pues cabe recurrirla ante el Tribunal Supremo. El fallo de la causa, que supera los 1.800 folios, todavía no lo hemos leído. En consecuencia, este comentario del lamentable suceso solo puede recoger una opinión asentada en la razón personal, después de años y años sucediéndose las noticias. Apreciaciones que la sentencia, en sus líneas maestras y en las condenas impuestas ha corroborado sin que se haya producido la más mínima sorpresa.

La impresión que siempre tuvimos es que se trataba de un caso indudable de corrupción, pero en plano inferior a otros latrocinios, mamandurrias, estafas y apropiaciones indebidas que, por desgracia, han jalonado los últimos años de la política española. La prueba irrefutable de dicha apreciación es que las acusaciones de la fiscalía se han circunscrito a los delitos de malversación y prevaricación. Esto cabe no olvidarlo, porque en la corrupción, como en charcutería, hay muchos tipos de chorizos

En el caso de los ERE, y la sentencia parece que lo reafirma, no ha habido enriquecimiento personal, voluminosas cuentas en Suiza y Panamá, financiación política irregular, herencias fabulosas custodiadas por entidades bancarias de Andorra, mordidas incalculables o millones de euros casualmente guardados en los altillos de los armarios.

En el tema que nos ocupa, se concedieron millones de fondos públicos a empresas andaluzas en dificultades, casi nunca comprobadas, incumpliendo o saltándose a la torera los controles legalmente preceptuados. Dicho de otra forma, a voleo, cual si se tratara de una perversa lotería, cuyo premio gordo siempre tocaba a los amigos de los concesionarios.

Por tanto, conocido cómo se cometían los actos ilícitos, la pregunta que siempre ha flotado sobre los ERE, es saber por qué se cayó en una conducta deplorable que deteriora al sistema. Nuestra intuición sobre dicha interrogante es común con la de gran número de comentaristas que se han ocupado del caso.

Los ERE eran una forma de adquirir o torcer voluntades con fines partidistas. Lo que ahora se llama clientelismo y antiguamente caciquismo. Los mismos perros pero con diferentes collares. O sea, el revival de una corruptela que siempre se dio muy vivamente en Andalucía y contra la que el malagueño Cánovas del Castillo quiso luchar obteniendo escasos resultados en el empeño.

Ahora bien, lo que nunca sabremos con exactitud es quién ideó el sistema y cuántos, sin ser los autores, conocieron lo que se estaba efectuando y, faltando a sus deberes de cuidado, miraron para otro lado sin querer ver lo que se había fraguados delante de sus ojos. Una conducta que se concreta en el «no me consta», locución que ha sido repetida a diestro y siniestro, por testigos y encausados, siendo la respuesta constante en el arduo asunto de la corrupción que nos ha invadido por los cuatro puntos cardinales.