Esta soledad de pandemia con la que la borrasca Filomena ha llenado las calles de los pueblos de frío y nieve no se remedia ya con el calor de aquellas lumbres y candelas de los inviernos donde se contaban cuentos. Ahora, las madres curan su soledad con la tele puesta en el Sálvame de Jorge Javier Vázquez, los padres, con un rato en el bar después del trabajo cuando lo abren y los hijos mirando al móvil y construyendo su personalidad con esencia de redes sociales a base de facebook, twitter, instagram y guasap. Y encima a los periódicos los han despedido de los bares que además de formar, informar y entretener a los clientes mantenían en el establecimiento ese toque de sabiduría proveniente de aquellos tiempos en que los interesados en la vida se iban incluso hasta las barberías a buscar el diario para enterarse, por ejemplo, de la guerra fría entre la Unión Soviética y los Estados Unidos, de la existencia y asesinato de John F. Kennedy, de la primavera de Praga, del Mayo del 68 o de las andanzas músico-sociales de Los Beatles. Ahora, hasta los libros se han quedado congelados en las estanterías de las librerías, si las hay, y estas calles, por donde pasea la ausencia a sus anchas, son sólo el exterior de esas casas llenas de braseros, calentadores y calefacción donde la familia mira ensimismada a las pantallas de la televisión y del móvil donde, bastantes veces, por guasap justifican su incomunicación. Esta Navidad ha sido lo más parecido a aquella en que nació Jesucristo en Belén, a nueve kilómetros de Jerusalén, en Palestina, ahora en permanente pelea israelíes y palestinos. El covid-19 ha impedido que nos abracemos el fin de año y que besáramos al Niño en la Misa del Gallo, obligado a que la cena de Nochebuena contabilizara sus invitados y que tantos años de cómplices festejos hayan tenido que encerrarse en casa, a no ser las pandillas de irresponsables saltándose las reglas y haciéndole una invitación a la enfermedad. Las calles, a partir del oscurecer, han sido espacios sin contenido, tapiados de nubes y empujados por el recio viento que se te pegaba a la parte del rostro que no tapaba la mascarilla y te ponía la piel de gallina. Parecidas a aquellos tiempos en que mi madre y la Escolita se iban a la sierra, a Las Morras, a coger aceituna, por esos campos de Obejo y Pozoblanco, donde completaban el sustento del invierno, un espacio de sabañones al amanecer, de frío sol todo el día y de jotas y bailes por las noches. Aquellos inviernos sin pandemia y sin las comodidades de ahora, donde el campo no estaba lejos pero sí sujeto a unas leyes que el amo se las tomaba a su estilo, muy distinto al de los aceituneros. Ahora los olivos ecológicos de Andalucía se han asentado por aquellas sierras por donde mi madre iba a coger aceitunas cuando nadie las llamaba con esa elocuente denominación. El frío, la soledad de las calles, el covid, el cierre de bares y la búsqueda de la salvación por las vacunas han llenado un tiempo en los pueblos en el que hemos examinado nuestro aguante ante imprevistos o calamidades como la pandemia. Por ejemplo, si nuestro tiempo son solo películas o series de la tele, móviles y redes sociales o también le tenemos hecho un hueco permanente a los paseos y a la lectura de libros y periódicos. Tan necesarios como esa iniciativa de la Universidad Loyola y el Ayuntamiento de Córdoba de poner en marcha el plan de transformación social de zonas desfavorecidas en el Sector Sur, Las Moreras y Las Palmeras, un auténtico regalo de los Reyes Magos para una época en la que sus majestades de Oriente no han podido dejarse ver por la ciudad, por la pandemia, el tiempo que querían. A quién sí le han concedido un regalo ganado a pulso es a ese anciano de 104 años, el colombiano Lucio Chiquito, que aprovechó el tiempo de confinamiento para presentar su tesis doctoral relacionada con la investigación hidráulica. Estoy ahora mismo en el fregadero de mi corral, en el mismo sitio de cuando era jovenzuelo y fregaba los platos mientras escuchaba por Radio Nacional, después de oír el Parte, el programa Estudio 15-18 de Jesús Quintero, el Loco de la Colina. En esta casa de Villaralto los Reyes Magos me han recordado como niño y me han vuelto a traer, también, polvorones, mantecados y bombones. Como en aquellos tiempos en que no había móviles, los niños correteaban las calles y la nieve y el frío eran como los de la borrasca Filomena. Por supuesto más llevadera que el innombrable Trump.