Las aceras en estas noches que oscurecen a media tarde son de los perros. Y de las bicicletas que llevan la comida a las casas o que transportan jovenzuelos que parece que vuelan. Y de los patinetes que cortan las distancias sin que sude el conductor. Hace unos meses, a estas horas de bares y tiendas cerrados donde se hace deporte por las calles después del teletrabajo, los balcones estaban habitados y a las ocho de la tarde todo el país se ponía de acuerdo para aplaudir a la sanidad española que se medía cada día con la pandemia. Luego las palmas se cambiaron por sonidos de cacerolas, las comunidades autónomas reclamaron un protagonismo casi partidista que se tradujo en un juego de niños y los descreídos dejaron de ponerse la mascarilla.

Solo se mantiene igual el sonido, a las nueve de la noche, de las campanas del reloj de la torre de la Catedral que en esa soledad deshabitada del Campo Santo de los Mártires retorna a toda la historia que por aquí ha existido. Y, desgraciadamente, el desgarro de los inmigrantes que intentan salir vivos del mar que los engulle a pesar de no haber encontrado lo que venían buscando… y el de los habitantes de las calles, desahuciados unos, otros malviviendo sin casa, y algunos con el sufrimiento añadido de saberse formados como músicos o de haber vivido una vida digna como empresarios ahora en desgracia.

Todo sigue como antes, pero con la soledad oscura de una noche demasiado larga donde mucha gente le hace hueco a las series de televisión, que parece que es lo que ahora hay que ver. Me acuerdo de Falcon Crest, aquella serie de los años 80 de la malvada Angela Channing, interpretada por Jane Wymann, la primera mujer de Ronald Reagan, que luego sería presidente de Estados Unidos; y de Cristal, también de los ochenta, una telenovela venezolana protagonizada por Jeannette Rodríguez. No he seguido ninguna más, ni antes ni ahora. Sí, te entretienen, pero te exigen un esfuerzo excesivo de tiempo y atención. Como la Navidad, que menos los grandes almacenes, que tienen concebida su vida como una continua venta, la mayoría de la gente anda preguntándose cómo será. ¿No sería este el momento de darle la vuelta a nuestra propia concepción de la vida y cenar solamente la pareja y si es necesario los hijos? Evidentemente deseando que comercios, bares y restaurantes hagan negocio.

Muchos volveríamos a nuestras navidades de jóvenes, cuando la tele no nos había hecho a todos iguales y cenábamos como casi todas las noches de fiesta, sin agobios familiares. Aunque en esta ocasión casi en una soledad en la que cada cual se examine de su aguante sin ruidos. La cena de Navidad es una puesta en escena de quienes van quedando de la familia, un momento casi sagrado en el que la sangre convoca. Pero hay momentos, como el de este año, en que su trascendencia casi necesaria cada cierto tiempo se puede aplazar. Como le ocurrirá a la cabalgata de los Reyes Magos y al Portal de Belén. Y a los besos después de las campanadas de fin de año. Si estamos en un momento donde tenemos que guardar las emociones cuando estamos frente a alguien ¿cómo vamos a quedar la noche del 31 con esa pareja de amigos para solo mirarle a los ojos sin darle abrazo alguno? Queda, eso sí, la alegría del Gordo de la lotería de Navidad, que nunca nos ha fallado desde aquellos años de la infancia cuando oíamos por los altavoces de la iglesia a los niños de San Ildefonso cantando el sorteo.

Y también está quedando escrito en el aire que además de la importancia que está tomando el C3A con sus nuevos seis jóvenes artistas, que van a residir en esa zona del arrabal musulmán de Saqunda, la idea del Palacio del Sur, aquella imposibilidad presupuestaria de los diez primeros años del siglo XXI que concibió el arquitecto Rem Koolhaas. Tanto los concejales de la oposición, como la Junta de Andalucía o la promotora Riff Producciones se han vuelto a fijar en Miraflores para construirle futuro. No hay que olvidar que la zona es la del Campo de la Verdad, un espacio regado por el Guadalquivir y la historia.

Y queda Cosmopoética donde la inspiración de los versos y la rima libre se convierten en el arte de la palabra, que esculpe imágenes soñadas y nunca vistas que construyen museos de fantasías idealizadas. Cuando alguien se encuentra con su soledad la traduce en tragedia o en regates o driblings con formas de poesía. Lo que hizo Maradona.