La vida se ha parado tres meses. El silencio salía a pasear muchos días acompañado de animales lejanos al asfalto, aunque también de golondrinas, tordos o gorriones, que siempre están ahí. Y sobre todo se ha esfumado el sueldo de quienes viven de mover la vida real, esa que camina fuera de la oficial, que con el teletrabajo no ha perdido jornal.

Me acuerdo de aquellos circos de cuando niños que llegaban al pueblo entre lluvias, nubes, soles rápidos y fríos nocturnos cuyo oficio era el de poner en desorden creativo y soñador el tedioso orden diario. Por la calle Cementerio, frente a la ermita del Cristo, o por las escuelas nuevas, aparcaban camiones y carretas, sacaban a los animales y montaban la carpa, el negocio que les permitía cotizar unos meses al año. El circo era el primer viaje infantil hacia la ilusión, que te posibilitaba crear el mundo que imaginaras. Chimpancés, monos viejos, algún león cansado y un tigre de colmillos afilados aparecían aquellas tardes-noches de fiesta en el pueblo en el que trapecistas, equilibristas, malabaristas y payasos hacían sus números junto con el látigo del domador de fieras. Al día siguiente, en el recreo de la escuela, el comentario era sobre «el circo de anoche».

La tienda de la verruga era un clásico en la feria de Villaralto. Detrás de su mostrador veías un mundo imposible, casi irreal porque no disponías de dinero para comprarlo. Motos y bicicletas pequeñas, pistolas de plástico y mil juguetes que te sabías de memoria de un año para otro. Junto a los caballitos, el puesto de camarones, que llamábamos bichitos, y el del helado, la tienda de la verruga, cuyo propietario era de Villanueva del Duque, construyó la imaginación de nuestra infancia, cada año por agosto, casi como un deber, porque la feria, para los chiquillos, siempre ha sido como una obligación. Igual que para los feriantes, que allí conseguían una parte de su sueldo de ese año. Los conjuntos de música eran la otra parte del verano que llegaba con la edad algo más tardía, cuando pasabas de juguetes y tu interés se centraba en la caseta municipal, en las muchachas que habían llegado ese verano de Barcelona y Madrid y en los bailes agarraos que podrías danzar con ellas. Era el momento de recorrerte todas las ferias de la comarca para buscar en ellas esas mozas con las que abrazarte con música unos minutos y sentir el crecimiento de tu mente y tu cuerpo.

En una de esas noches de cubatas de feria bailamos al ritmo de La Banda Sureña, creo que en El Viso, y ya nos hicimos fans de ellos cuando tocaban en aquellas ferias de los Jardines de la Victoria, cuando Julio Anguita abrió la caseta municipal a todo el mundo.

Unas cervezas con un pollo asado oyendo los temas de La Banda Sureña era una de las mejores sensaciones de aquellas primeras feria de la democracia en Córdoba, cuando todavía era posible pisar césped aunque no tuvieras chalet. Por eso me ha llegado al alma el lamento de los empresarios circenses por toda España, el lloro de los feriantes en Lucena y casi las lágrimas de Paco Record y Quino Carrasco, los fundadores de La Banda Sureña, un grupo musical que le ha puesto a la fuerza silencio a sus instrumentos después de 40 años en los que le han dado trabajo a 92 componentes.

La vida se ha parado tres meses en los que muchos jóvenes se han hermanado con el ordenador para construirse una vida de cauces nuevos y bastantes silencios.

Pero una parte del año, sobre todo la del verano, se sostiene sobre un estilo de trabajo en el que los sonidos, como el de la música, son imprescindibles para la supervivencia de quienes los crean.

La vida se ha parado tres meses. Pero no puede destruir el arte de circos, ferias y música: nuestra vida y su empleo.