Ya saben que estamos en el año del cerdo, según la costumbre china. Y lo cuento en nuestra Córdoba por una razón segura. Tenemos, tenéis, en el mapa de vuestra tierra uno de los jamones más buenos del mundo, el de Los Pedroches, y este es secreto que les hago saber, aunque muchos ya estáis en ello. Los chinos van a terminar si no comprándolo todo, al menos una buena tarde de vuestras dehesas mejores, la que tan bien canta nuestro poeta Alejandro López Andrada, Alejandro el Grande. Probaron primero con los jamones, que el tren ese que viene de China directo, no me canso de decirlo, viene lleno de cosas de esas que hacen los chinos, made in China, ya sabéis, pero en él se van los mejores japonés. Madrid-Tokio, casi un mes de recorrido para llevar los jamones y los aceites de oliva.

Y hablando de viajes... ¡qué bella estaba la reina Letizia en su viaje a Marruecos! Las mil y una noches en versión Casa Real española. La foto de blanco esa ha dado la vuelta al mundo y yo he visto alguna, escondida, de la Reina, dejando al aire sus ojos hermosos, que lo son sin duda. Les puedo contar un secreto, la Reina usa, aunque no lo dice, esa crema que sale de la fruta del que llaman árbol sagrado y que aquí vale lo que no está escrito. No le hacía falta a la esposa del rey Felipe. En cualquier caso, buena embajadora, la guapa más guapa en el país de las damas guapas y bien que lo sabe Córdoba.

Como ando con la gripe encima y el médico me ha recomendado lo que viene de la penicilina, veo ahora mismo una imagen que me mandaron del doctor Fleming en Córdoba, el inventor del producto mágico y parece que lo estoy viendo con el sombrero cordobés en su hermosa cabeza blanca, en aquel coche de caballos a la puerta de la Catedral-Mezquita.

Muchos toreros llevan a Fleming en su altarcillo de mano, ese ante el que rezan para que les cunda la tarde. Es verdad, es realidad que lo lleven, por que les ayuda mucho, desde que el sabio invento el producto mágico que salía de los hongos. Un día Ortega Cano me dijo, mientras se vestía de luces: «A un hombre así debían hacerlo santo, sin necesidad de pasar por el Vaticano, por eso lo llevo siempre conmigo... su medicina a veces ha sido el mejor peón de mi cuadrilla».

Olé, torero. Me contaron, y sigo en esto, tratando de desengrasar la semana tan política, que Juan Belmonte siempre quería ir a torear, aunque solo fuera una corrida por año, a la geografía de Asturias. Y siempre además del dinero comprometido, pedía lo mismo: «Un queso de Cabrales, pero del bueno». Yo pregoné ese queso en el día de la fiesta del queso podrido, y me pagaron de una manera clara: con el mejor queso de ese año, que me traje como un trofeo, como una joya, envuelto en hojas de roble y papel de plata… Pobre de mí, porque en la mitad del vuelo de regreso Oviedo-Madrid tuve que ponerme en pie y delatar mi secreto: «No soy yo, compañeros, es el queso que me acompaña como premio, y que a pesar de oler como huele, ese queso azul y verde lleva consigo el hongo sagrado que te mejora la sangre». Palabra de honor. Es una anécdota histórica que he vivido en mi propio viejo cuerpo.

Me gustaría ser un sabio del jamón, como aquel que conocí en un pueblo de la Alpujarra granadina, Trévelez, el pueblo más alto de España, y que elegía los mejores jamones por su sonido y su olfato. Era ciego. Pegaba su oído a la pierna mítica y le hacía sonar sus huesos internos. A servidor le dijo aquel día, envuelto en su bata blanca de enfermero y sus ojos vacíos: «Suena por dentro como la guitarra de Andrés Segovia, es un concierto sin duda».

Gloria bendita. Aunque un jamón de los buenos, de los que hacen pompas en el paladar, milagro para la vista, a lo que suena sin duda es a lo mejor de Joaquín Sabina, el andaluz de Jaén que acaba de cumplir sus mejores 70 años. Que un día, lo sé de buena tinta, quiso tener una casa grande y con patio en Córdoba, como la quería tener Luis Eduardo Aute, que en cuanto puede se escapa corriendo a nuestra ciudad. Sé que ha dicho más de una vez, para que lo oigan, claro: «Es que Córdoba me cura…»

Y una pompa que me acaba de estallar en las manos, una pompa negra, de luto, por la muerte de un misionero que dio la vida por ayudar a los demás. Era de Pozoblanco y se llamaba Antonio César Fernández.

¡Ay, las pompas de la política, que siempre estallan sin llegar al aire, pompas de colores, tan efímeras que ni suelen sonar siquiera! Y que si se rompen, solo dejen en el aire ese aroma de la dehesa. ¡Ay si las encinas olieran! Porque su flor se hace después bellota, lo que me da pie a suspirar melancólico y decir en voz alta: belleza de la bellota.