Acudimos a verla cuatro días antes de su 100 cumpleaños, que deberá celebrar este miércoles 28 de octubre, Abre la puerta de su casa Maia, una georgiana alta y de sonrisa franca que lleva 13 años en España y 11 viviendo con Josefa en su piso de Ciudad Jardín. Maia, ingeniero agrícola en su país y cuidadora aquí, no ha perdido su acento natal, pero ella y «doña Maripepa», como la llama cariñosamente, se entienden a la perfección pese a la sordera de la centenaria, que asegura haber encontrado en Maia a «una hija». Al fondo del salón, sentada en un sillón, con la luz de la calle entrando por la ventana, Josefa nos da la bienvenida. Su vecina y amiga Katy nos hizo llegar el recado de que diario CÓRDOBA tenía una lectora que, a punto de cumplir 100 años, sigue leyendo el periódico todos los días, interesada por la actualidad, con ayuda de una enorme lupa, ya que hace tiempo que la vista le falla. Pepa nos recibe dispuesta a contar su historia, aunque se resiste, enérgica, a salir en el periódico. «Yo soy una persona normal, no he hecho nada importante», insiste.

A distancia y con mascarilla, en cumplimiento de las normas covid, la charla se desarrolla gracias a Maia, que actúa como altavoz para pedirle a Pepa que resuma algunos pasajes de su vida (100 años son muchos años). «Yo nací en Peñarroya-Pueblonuevo», relata, «en esa época, la vida social y cultural de mi pueblo era mucho más adelantada que la de Córdoba». Con cuatro años, entró en el colegio de las monjas francesas creado para instruir a los hijos de los ingenieros franceses que vivían allí. «En ese colegio recibí una buena enseñanza académica, pero sobre todo, me enseñaron a respetar a todo el mundo porque en mi colegio había protestantes, judíos ortodoxos... que venían de fuera y en España por aquel entonces, el que no era católico era como un demonio con rabo». Su padre era ingeniero y trabajaba en la Central Eléctrica, pero quedó viudo cuando ella tenía un año y él contrajo matrimonio en segundas nupcias con otra mujer. «A mi madre biológica no la conocí, murió con 26 años, y después mi padre se casó con la íntima amiga de mi madre, Isabel Castillejo, que había sido la madrina de ellos y de mi bautizo, y que fue una madre, no una madrastra, para mí», recuerda.

Los ojos y los oídos de Pepa no van bien ya, pero su cabeza marcha como un reloj, a pesar de su edad. Empezó el Bachillerato en Peñarroya, pero luego estalló la guerra. «Aquel 18 de julio, yo tenía 16 años y estaba de vacaciones con mi madre y mis hermanos en Puerto Mayorga, al lado de Gibraltar, en unas casitas de pescadores», señala, «por allí desembarcaron desde Marruecos». Según recuerda, ese verano se llevó la única bofetada que le dio su madre. «Vimos entrar al Jaime I y los primeros bombardeos y yo, inconsciente, miraba por mis anteojos caer las bombas desde lejos hasta que mi madre me dio una bofetada y me dijo: ‘¡Insensata!, ¿sabes lo que estás viviendo?’».

Atrapadas allí, la Sociedad de Peñarroya logró hacerles llegar dinero para tomar un autobús de línea de regreso. «Nos avisaron que antes de Belmez veríamos un montón de cadáveres y así fue». Más tarde, decidieron dejar Peñarroya, que era primera línea en la Guerra y viajaron a Córdoba «en un camión lleno de obuses porque un primo de mi madre era jefe de artillería, ella se subió con mi hermano chico dentro y los demás, sentados encima de los obuses». En Córdoba, acabó el Bachillerato y luego se marchó a Sevilla a estudiar la licenciatura de Física y Química. «Éramos cuatro chicas y más de 70 chicos y nos trataban formidable, yo viví primero en una casa particular y luego en una residencia de estudiantes y la verdad es que tengo muy buen recuerdo».

Maia y Josefa posan para el reportaje. Foto: CHENCHO MARTÍNEZ

Cuando acabó la carrera, empezó a estudiar como interina en el instituto de Enseñanza Media hasta que se fundó el Séneca y la trasladaron. «Luego estuve en Las Tendillas, más tarde en el Góngora, cuando se desdobló y también en el López Neyra». Hasta que hizo las oposiciones y obtuvo plaza en la escuela Universitaria de Magisterio. «He sido una profesora más, me ha gustado mucho la enseñanza y los alumnos han estado contentos conmigo. Lo sé porque ya son mayores y cuando me los encuentro por la calle me paran para saludarme», explica, «hasta los que suspendía. Hubo uno que era buen chaval, al que tuve que suspender Física y Química en mayo y junio, y luego aprobó en septiembre y cuando un día me lo encontré me dijo que había estudiado perito industrial gracias a mis suspensos, porque había acabado entendiendo la Física y había elegido una carrera de Ciencias». Sin perder la sonrisa, Pepa asegura convencida: «Siempre he procurado ser justa con los estudiantes».

A sus cien años, sale cada día a pasear, del brazo de Maia, durante una hora. «Lo que agradezco es que la cabeza todavía vaya bien, de salud no voy mal para la edad que tengo, aunque me levanto sin poder abrir los dedos», comenta. «Apenas toma medicinas, no le gusta, y aunque le duelen las manos, hace punto», apostilla Maia, que rápidamente muestra la labor en la que está trabajando. «Ha hecho más de 30 mantas», explica. «El punto es lo único que me relaja», completa Josefa, «y no necesito verlo, lo hago sin mirar». Cuando llega el momento de despedirnos, Pepa se levanta de su sillón para acudir a la puerta, desde donde manda un beso. Felicidades Pepa, y que cumplas muchos más.