Esas almenas de la Torre de la Calahorra que se ven desde este patio del Rey Heredia --en su día colegio, ahora centro social después de la ocupación de Acampada Dignidad—nos confirman que estamos en una zona patrimonio de la humanidad, por donde los conquistadores del Sur entraban a la ciudad, como cuando la batalla del Campo de la Verdad, cerca de donde estaba el arrabal de Saqunda y por donde la última modernidad ha levantado la imaginación con el C3A (Centro de Creación Contemporánea de Andalucía).

Ahí enfrente está el skyline de Córdoba, la Mezquita cubierta de cielos rojizos de atardecer, el primer patrimonio de la humanidad de una ciudad que lo acrecentó con el casco histórico, belleza reconocida a la que se sumó Medina Azahara y los patios en flor. Aquí, en este patio del Rey Heredia, tras cuya entrada furtiva la ciudadanía lo autogestiona con dignidad, pasando el río Guadalquivir y en una de las zonas más abandonadas cuando él llegó a la Alcaldía, se ha presentado el último libro de Julio Anguita, Vivo como hablo, un patrimonio del pensamiento que la ciudad puede añadir a los títulos que ya tiene.

En la primavera de 1979, las elecciones municipales le dieron a Córdoba un alcalde que atraería a esta ciudad todas las miradas de la incipiente democracia, desde las abiertas del periodismo hasta las cerradas de la extrema derecha, desde los poderes militares hasta los eclesiásticos y desde los barrios más populares hasta los más pudientes porque unos vieron en el Califa Rojo un peligro para sus intereses y otros una novedosa oportunidad para el futuro. Aquel jueves, 19 de abril de 1979, primavera de ceras gastadas e inciensos mezclados con azahar de sabor a reciente Semana Santa, Córdoba se olvidó por unos instantes de su agenda oficial y se entregó a la algarabía democrática en el salón de mosaicos del Alcázar de los Reyes Cristianos, a una catarata espontánea de gritos que conducían a la catarsis colectiva: «¡Julio, Julio, Julio!», «¡Ayuntamiento, amigo, el pueblo está contigo!». Y Julio, el alcalde, invitó a trabajar y a pensar.

Y desde aquel día el nuevo alcalde de Córdoba, comunista, no dejó de pensar -lo llamaban de todos los programas de interés político de la televisión nacional--, ni de escribir artículos -Diario CÓRDOBA lo constató a fondo--, ni de publicar libros --lo sabe Ricardo González, el editor de Utopía, donde Julio Anguita ha dejado escrito parte de su testamento político, su pensamiento--.

Quizá fuera que vivía como hablaba y pensaba lo que atrajera a aquellos cordobeses de centro y de derecha que le dieron su voto por mayoría absoluta en las elecciones del 8 de mayo de 1983. Fue a partir de esa fecha cuando Julio Anguita empezó a pensar en la política regional y nacional, a construir Izquierda Unida y a conducir al Partido Comunista de España siendo su secretario general. Y cuando le llegaron las dolencias de corazón.

Fue, sin embargo, su pensamiento lo que distinguió a Anguita de bastantes políticos cuya finalidad sólo consiste en destruir al contrario para colocarse ellos. Este hombre, que nació por las playas de Fuengirola, donde los cordobeses van a relajarse por el verano, no ha dejado de ser un político de apariencia distante pero que ha mantenido el gimnasio, el café, el tinto y la partida como actitudes envolventes de su, a veces, difícil pensamiento.

No me puedo resistir. Siempre me ha atraído el pensamiento de Jesucristo, volcado hacia los pobres; y también el del Papa Francisco, que dijo en una entrevista que «son los comunistas los que piensan como los cristianos», al contestar sobre si querría una sociedad de inspiración marxista. A ellos los relaciono con la forma de pensar de Julio Anguita, aquel Califa Rojo, cuyo pensamiento era tan ético que renunciaba hasta a las legales pagas de los gobernantes. La ciudad debería considerar si habría que elevar a un especial patrimonio de la humanidad el pensamiento de Julio Anguita, un político respetado que vivió como habló, según ha dejado escrito en su último libro.