Quizá no nos conozcamos del todo a nosotros mismos. Porque parece que nos vamos acostumbrando a la soledad y al acompañamiento, a veces casi insoportable, de los wasaps.

Nos familiarizamos con el encerramiento matinal y con las salidas de por las tardes con lo distintos que nos creemos unos de otros. Por los Olivos Borrachos paseamos una parte de ciudadanos y comprobamos la barrera que nos impusieron las vías del AVE, que separan la calle Motarrif del Silo de Córdoba --que la alcaldesa Rosa Aguilar propuso en uno de sus programas electorales como sede del museo de arte moderno-- y del restaurante Las Delicias. En su día estas tierras eran un olivar del Duque de Rivas a las que con el tiempo se vinieron a vivir trabajadores de Renfe, de la Letro y de Cenemesa, y que desde la Huerta de la Marquesa --que ya abrió terraza el lunes 11-- hasta aquí era hasta hace poco puro campo en el que se te podía aparecer un toro, como me ocurrió aquel día -creo que 12 de octubre—que fui a ver a Cahue cuando vivía en este barrio. Este era el camino hacia Occidente, por donde se pone el sol y los árabes intuyeron que era el mejor horizonte para Medina Azahara, cerca de donde estaba la Residencia Noreña, ahora Centro de Salud Castilla del Pino, y el instituto Trassierra, por Arroyo del Moro.

En este antiguo confín de la Córdoba que buscaba futuro, un día construyeron el Centro Comercial Zoco y al pasar las vías, el nuevo Corte Inglés. No es mal sitio para pasear en estas tardes de ensayo de normalidad con la apertura de terrazas.

Aunque la lluvia ha enrarecido un tiempo que, en parte, no nos disgusta del todo porque los patios -que nos hemos perdido-- con agua son menos atractivos.

Las misas, como la de la parroquia de Santa Teresa en la calle Previsión, ni ganan ni pierden con la lluvia, aunque esta iglesia ha abierto sus puertas de par en par para que nadie, ni creyentes, ni agnósticos ni ateos, se sientan ajenos al pensamiento católico, ni a la generosidad de contribuir al Banco de Alimentos, tan necesario ahora. Estoy frente a la Mezquita y a la Puerta del Puente, de espaldas al Guadalquivir, viendo cómo caminan o corren ciudadanos, en ropa de deporte, a estas horas de la tarde en que dejan de pensar en cómo darle sartenazos a los políticos o cantar la Internacional o cómo creerse o no los mil escritos de las redes sociales, algunos de ellos paridas para la pandemia, que para eso viral es algo «perteneciente o relativo a los virus, agentes infecciosos que solo pueden reproducirse dentro de las células de otros organismos». Camino por Magistral González Francés, territorio turístico, donde la soledad de la tarde -sin las tortillas de Santos—adquiere una personalidad imprevista, de belleza construida hace siglos a la que, al parecer, hacen caso sólo los viajeros ya que por aquí apenas pasean cordobeses, y me escondo en Velázquez Bosco, la calle más turística, donde se entra a la de las Flores, y miro la portada de la Casa Árabe en Samuel de los Santos Gener. Perderte por estas tardes inusuales, distintas e imprevistas de la humanidad alrededor de la belleza en soledad del casco histórico es una posibilidad que ya mismo perderemos, aunque deseemos las terrazas, los bares y los restaurantes por salir de la miseria económica.

Ahí está la torre de la Catedral, que envuelve al minarete de la Mezquita, y miras en el cielo la predestinación de esta ciudad, una envoltura de credos y culturas.

Y te acuerdas, ahora que todo el mundo está en silencio por el coronavirus, de París, el lugar natural de los espacios sin límite; de Viena o Salzburgo, los escenarios vivos de la música; de Venecia y sus canales de pasión; de Roma, el secreto en piedra de la civilización; de Atenas, el origen de la cultura; de Praga, su materialización; de Nueva York, el vivo retrato del progreso deshumanizado; de La Habana y Lisboa, capitales donde todavía es posible la lágrima, el sentimiento o la melancolía. Y de Córdoba, cuyo casi borrado mes de mayo se nos ha aparecido por Los Olivos Borrachos.