Estoy fuera de casa, solo con la libertad de la mascarilla, y sin querer he mirado a los desconocidos balcones de enfrente. Me he acordado de estos dos meses y pico de aplausos de todas las tardes a favor de los sanitarios y me he sentido ciudadano feliz. Y mira que nunca he seguido ninguna norma de esas que se transmiten por las redes sociales. Pero salir al balcón a aplaudir todos los días --el primero a las diez de la noche y ya el resto a las ocho de la tarde-- me ha proporcionado una sensación de bienestar social que agradezco a las ventanas y terrazas vecinas que me la enviaban gratis. Y a la chica que desde las alturas nos ponía por el cassette el Resistiré, la melodía clásica del encierro. Quizá me he fijado en los desconocidos balcones de ahí enfrente porque le han dado el Premio Princesa de Asturias a los sanitarios españoles que combaten la Covid-19 y que tanto han contribuido a que estemos vivos.

Pero me he dado cuenta de que de muchos de esos balcones cuelga la bandera nacional, muchas de ellas con crespones negros. Y me he preguntado, quienes no exhibimos la enseña nacional ni en balcones, ni en relojes, ni en perfiles de redes sociales ¿somos menos españoles?

Estoy sentado por la avenida Fray Albino, mirando los últimos rayos del Sol, que se ha ido a dormir a Portugal. Enfrente veo la vegetación del Botánico, los pisos de Ciudad Jardín, que no tapan la Sierra, y el cielo azul. Y ahí detrás, el parque que une esta orilla con la fuente de la plaza de Andalucía.

Quienes hasta hace unas semanas vivían el silencio del coronavirus en sus casas del Campo de la Verdad o en sus pisos del Sector Sur se han venido esta tarde de miércoles a la hierba de este espacio -por la mañana lleno de palomas-- para tenderse en ella, corretearla, acariciar al bebé o intentar que el perro, que ahora es menos protagonista, siga ladrando en los desplazamientos. En eso sí hemos alcanzado una madurez europea que yo empecé a notar en aquella juventud de cuatro veranos en Alemania, cuando veía los parques como espacios donde se tomaba el sol, se dormía y se acariciaba la gente. O desde donde veías las primeras manifestaciones de tu vida, en este caso, desde Frankfurt, a favor de la libertad en España. Los parques, con la vida de todas las edades moviéndose, son casi un frenesí vital en los que la vegetación impone un estilo tan natural que juega con la belleza como primera invitada. Y donde alguien te dice que el Gobierno ha aprobado el ingreso mínimo vital para quienes lo necesitan.

En estos dos meses y pico los parques y la vida verde estaban por ahí fuera, al cuidado de gatos, osos, palomas, jabalíes, cervatillos, pavos reales, cabras montesas, cisnes y demás animales que se habían percatado de que algo ocurría y notaron la ausencia del hombre. Pero ahora nos hemos venido a reconquistar nuestro antiguo espacio y sentimos que el Guadalquivir ha crecido con las últimas tormentas y que la vegetación de los Sotos de la Albolafia, aunque quizá excesiva, ha incrementado su belleza en nuestra ausencia.

La naturaleza ha mantenido su esplendor con el coronavirus y el encerramiento. El agua sigue, lo mismo que el río, las gaviotas y la vida, como siempre, como cuando yo vivía ahí enfrente. Lo mismo que los patios y jardines que en esta semana de terrazas y primeros encuentros familiares han decidido mostrar su belleza, escondida durante tantos días: de reyes y corte, murallas y almenas, como los del Alcázar de los Reyes Cristianos; de pequeña burguesía local, como los del Palacio de Viana; y de cordobeses de sueldo y fatigas, como los auténticos, los distinguidos como Patrimonio de la Humanidad.

La soledad sigue por el corazón turístico, aunque llena de árboles y pájaros.