D ice la Biblia en el libro del Génesis que Dios colocó al hombre, después de haberlo creado del polvo, en el Paraíso, y que puso ante Adán «todos los animales domésticos y… las criaturas voladoras de los cielos y… toda bestia salvaje del campo». Al este del Edén, en un parque en el que las plantas y los árboles de toda especie embellecían el paisaje y daban alimento.

Un murciélago sobrevuela mi balcón, el espacio desde donde miro todas las tardes a las 8 a los vecinos de la zona, que empiezo a conocer en sus ventanas al dejar de mirar los bajos de los bloques, cafeterías y cervecerías ahora cerradas, donde hemos escrito parte de nuestra historia. Dos palomas atraviesan mi calle por el paso de peatones. Una monja pasea un perro a la hora de la siesta y los vecinos tiran más basura que de costumbre en esta tarde nublada cercana a los aplausos de las ocho. Hay un silencio sin el sonido de ruedas de maleta de los domingos que interrumpen una pareja de jóvenes que se están bajando de un coche. Y en esta soledad, donde un gato maúlla a destiempo y el paisaje es un dibujo tan irreal como la fantasía de creer que medio mundo anda encerrado en su casa por una especie de peste, vuelvo al este del Edén y me pongo de acuerdo con Voltaire, que decía que el paraíso era donde él estaba (le paradís est oú je suis). El gato, dueño de una noche sin peatones ni automóviles, atraviesa lentamente la calle, hincha su cuerpo y se coloca tras las rejas del colegio. Aparece una gata y mientras se tantean un perrillo así de chico, que pasea una mujer, rompe el idilio de los mininos y uno de ellos huye con su miedo debajo de una furgoneta. Pasa el tiempo y otro perro, y el gato, ya fuera del cobijo de la furgoneta, y crecido en presencia desajustada y ridícula ante la hembra, camina hacia ella, que atraviesa la verja y se oculta en el colegio. A las siete de la mañana los tordos empiezan a cantar con un frenesí al que se unen e intentan imitar los gorriones para estar a la altura de la intensidad de esta orquesta de amanecer propia del Edén.

Me acuerdo del Paraíso en este Domingo de Ramos --quien no estrena pierde las manos--, con los fieles y los burros confinados y la procesión de la entrada de Cristo en Jerusalén suprimida del envoltorio popular de la Semana Santa. Y me voy a Lerma, cerca de Covarrubias y Santo Domingo de Silos, donde un año vi a Jesucristo montado en un burro entre palmas y olivos. Cuando las vacaciones del tiempo de Pasión eran tan libres como las creencias y podías irte a la playa, a la Rioja o a un monasterio. En este Domingo de Ramos sin procesiones la imaginación nos lleva también a Jerusalén, a Mea Shearim, el barrio de la intransigencia, donde viven los judíos que creen demasiado, los ultraortodoxos que ignoran el confinamiento por el coronavirus y la policía los ha sacado de sus sinagogas a la fuerza. Anduve por esas calles en su día y el comportamiento de sus vecinos en nada se parecía a Jesucristo.

Lo malo de esta irrealidad confinada entre habitaciones, balcones y ventanas, que nadie nos creemos, es que se van a morir las flores. Sin una Semana Santa por las calles con claveles en los pasos, sin las Cruces de Mayo oliendo a rosas, hortensias y azaleas, y sin la Feria, donde las mujeres vestidas de gitanas construyen la belleza sobre ellas, sus vestidos y sus flores, hasta el Paraíso, el que Yavhe le regaló a Adán, se viene abajo.

Como aquel Domingo de Ramos de mi primera juventud cuando, después de las procesiones de alabanza a Dios, alguien me llevó al costado sórdido del río, por donde estaba instalada la indigencia, y descubrí en la orilla del Guadalquivir que el amor se compraba todas las noches por allí. Pero era ya fuera del este del Edén.