Me he venido a donde habitan los dioses, a la Mezquita, a llorar. Leo en el periódico que una mujer acudió en Córdoba a la convocatoria de Vox del pasado sábado «en contra del Gobierno… por matar a nuestros mayores. Son unos asesinos».

Casi en una soledad histórica del coro de la Catedral miro hacia el altar mayor y quiero convocar a los dioses que custodian la bondad natural del mundo: al Dios del centro, al que mira el arte con sus pinturas y esculturas, bajo los nombres de Yavé o Jehová, protagonista de la Historia Sagrada y del Antiguo Testamento. Y al Alá del Corán, que convierte el Mihrab en una de esas joyas arquitectónicas que saben crear las creencias, que se sustentan, además de en la fe, en el arte.

Y después de un rato en el que los operarios están poniendo a punto el recinto más cosmopolita de Córdoba, cuyos altavoces repiten cada media hora que estamos «visitando un templo católico», sólo saco en claro el silencio de los dioses, que indican que nunca serían partidarios ni de tal bandera, ni de tal patria, ni de tal pensamiento que no respete lo establecido por las urnas.

Pero sigo llorando y miro a un dios parecido al hombre, al del Nuevo Testamento, a Jesucristo, que montó en burro, comió, bebió, trató con mujeres, arrojó a los mercaderes del templo y dio de comer al hambriento.

Y pienso en la fuerza de ese mundo del de Galilea y en los kilómetros que lo separan de ese otro muy religioso, patriotero y envuelto en banderas pero que no consiente que quienes no piensan como él lleguen al poder y manden.

Salgo de la Mezquita, el tesoro que la historia nos ha regalado. Y compruebo que sólo la visitan los turistas. Miro calle Torrijos hacia el Guadalquivir y percibo todavía la soledad del confinamiento. No hay nadie. Todo está vacío, sólo está abierto el chiringuito de los bocatas de jamón de enfrente del Fifty fifty.

Y la vista se me va hacia El Arenal, en donde esta semana deberíamos haber estado encerrados, oyendo, entre otros excesos de sonido, la clásica propaganda de hamburguesas Uranga, y «de las legítimas salchichas alemanas de los montes del Tirol».

Hoy es 31 de mayo, el último día de un mes que comenzamos encerrados y concluimos en una avalancha quizá de excesiva normalidad, aunque sea con mascarilla. Puede que sea la manifestación del disgusto de la ciudad por lo que ha perdido.

Primero fue el despertar de mayo de un sueño de pasión en forma de cruz donde ya no hay sufrimiento sino una paradoja festiva de tribus urbanas, creyentes o descreídas, que combinan belleza, símbolos, naturaleza y estética al lado de una barra de ambigú ambulante.

Luego fue el segundo guiño festivo, cuando Córdoba se despierta del letargo del invierno y ofrece al visitante sus entrañas domésticas en forma de maceta, cal, lavadero e intimidad limpia. Una fiesta, la de los patios, casi paradójica: una utilización de la estética de la indigencia en la que lo festivo consiste en admirar lo que hasta hace poco era hacinamiento obligado para los desheredados de la fortuna.

Puede que una mala conciencia colectiva haya querido redimir sus culpas y ahora la ciudad en pleno acude con curiosidad a indagar en la intimidad ajena y a trasladarse, por unos momentos, a otras épocas en las que había formas de vivir en las que primaba la conversación, el roce y la sobriedad, y la naturaleza era tan cercana como una maceta.

Y estamos aquí, por El Arenal, el último tramo de mayo en forma de Feria, la de Nuestra Señora de la Salud, que hunde sus raíces cerca del casco histórico, por la Puerta de Sevilla, donde unos labradores encontraron una imagen de la Virgen con esa advocación.

Salgo de la Feria, termina mayo, sigo llorando y miro hacia la Mezquita, donde habitan los dioses.