A ver si no es cierto lo que el titular pregona. Según dicen los que saben de esto, lo primero, en un perol, ya sea de campo o camilla, incluso aunque en el patio sea trasero, además de la gente, lo importante es el arroz. El arroz es lo inicial, lo primero. Por eso hoy voy a romper las reglas, y ustedes me van a perdonar si les digo que he recibido una carta y una llamada del presidente del Círculo de la Amistad, perdón, del Real Círculo de la Amistad de Córdoba, Pedro López Castillejo, para comunicarme que dentro de unos días me van a entregar la medalla de oro de esa casa de la cultura, el arte, la tradición y, sobre todo, de la amistad, de la que el mundo tan escaso anda. La recibo junto a otros, mucho más ilustres que este viejo cronista que soy, contador de historias, ya saben. Lista más que de oro, de platino. Insignias y medallas todas que harían imposible la vidriera de este domingo de febrero, que ya demuestra que es febrerillo el loco.

¡Medalla de oro del Real Círculo de la Amistad de Córdoba! Para ponérselo en las tarjetas de visita, que igual lo hago en su día, y del que ya presumo tanto, que en mi casa, hasta a mi nieta Paula, que ya anda y tiene quince meses, le hemos enseñado a decir lo que es más fácil para ella: «agüelo medalla...».

Y luego, pues muchas cosas más. Anabel Dueñas, esa chica que canta en lo de Rocío Jurado, y que lo hace tan ricamente, tan bellamente, que hay veces que cerrando los ojos, que es una forma de soñar, se parece tanto a ella.

Que se nos murió Kirk Douglas, aquel gladiador sublime, al que yo entrevisté cuando vino a España para hacer aquella batalla, solo porque los extras le salían más baratos. Las cosas como son. Luego vino su hijo Michael, porque su esposa de entonces adoraba a los caballos, y por eso vino a Córdoba, con lo que demostró, además de su belleza, su talento.

Aunque también es momento de recoger en esta última el adiós a Studio Jiménez, casi una institución que cierra sus puertas. Menos mal que hoy alguien me llama para decirme: «Que no te olvides de decir que el fotógrafo Ladis acaba de cumplir años, a pie de cámara fotográfica». Y desde aquí como una buena noticia en mi pregón de papel, que yo le estaré agradecido de por vida, y hasta de por muerte incluso, porque entre otras cosas fue el que me retrató junto a doña Angustias, la madre de Manolete, en la casa que le compró su hijo. De ahí nació el libro que me editó Pimentel, y en el que habla tanta Córdoba.

He sabido, y por eso multiplico la noticia, que se está preparando en Córdoba, creo, espero no equivocarme, en el Palacio de Congresos, una gran exposición sobre el genio pintor, escultor, enamorado de Córdoba, que fue Aurelio Teno, mi viejo y admirado amigo, que tantas veces apareció en esta perol, al que dio sabor, honor y amor, y que cuando conocí hace ya tantos años, había subido un piano, a lo alto de una roca en las cercanías de Madrid, para que lo hiciera sonar el viento...

Como les digo, cordobeses. Igual que insisto para decirles, que no se olviden de la niña de Manuel Díaz, matador de toros, y de Vicky Martín Berrocal, que igual en muy pocos días firma por un vestidor de altura, que le ha echado el ojo estos días cuando estuvo en París, con su padre. «¡Pero si tiene el cuerpo de una modelo!», parece que decían en los Campos Elíseos.

Por cierto, eso sí, con un punto de melancolía, ahora que la princesa Estefanía, que guarda el gran secreto del día en que en aquel Rolls vio morir a su madre, después, o antes, yo fui hasta la casa modesta en la que vivía en Los Ángeles con aquel rubio que fue con ella cuidador de elefantes. La retratamos junto a la piscina, y pude comprobar, me parece una linda historia, que hace ya treinta años más o menos, y cuando el tatu aún no estaba de moda, ella levaba una rosa tatuada en el culo, y perdonen por lo de culo, pero si digo trasero se le quita toda la fuerza. Y ahora, aquella rosa, si es que no se la ha borrado, que igual, pues creo que ha cumplido, la rosa con ella claro, los primeros y mágicos cincuenta años. Y alegría para terminar al saber que se va a poner en marcha la noria de la Albolafia, que en el hotel al otro lado del río Guadalquivir hay, o había, un mosaico, en el que se leía aquello que en este perol precisamente escribí un día hace más de veinte años, «Aquí viví una noche el milagro de ver cómo nevaba en agosto». De nuevo, otra vez la metáfora. Cuando los pájaros blancos, de siempre, blanqueaban, en el calor del verano, el monumento redondo, antiguo histórico, nuestro, de esa noria, donde no solo subía y bajaba el agua, sino donde además sube y baja la poesía de la historia y la memoria.