Han vivido por los Colegios Mayores, en zona universitaria, en un edificio que lleva el nombre del pensador de Córdoba por antonomasia, Séneca, gracias a la UCO de José Carlos Gómez Villamandos y al Ayuntamiento de José María Bellido. Observé a algunos de ellos cuando en el confinamiento empezaron a darnos recreo por las tardes, a partir de las ocho, después de los aplausos, hablando con policías locales, a los que les decían que ya mismo se iban para la cena al Colegio Mayor.

Es una de las sensaciones más enternecedoras que conservo de estos tres meses de retiro, de esa especie de ejercicios espirituales laicos. Que sepas que «tu pobre» de la Carretera del Aeropuerto o del semáforo de Reina Sofía haya estado viviendo esta soledad del mundo en un centro universitario, donde descansa la sabiduría, es una alegría. Un tiempo en el que bastantes seres humanos hemos estado igualados: 24 horas en un espacio decente, con comida y ciertos recursos, con tu imaginación, tu pensamiento y la soledad de la reflexión detrás: la mayoría de los cordobeses y estas personas, más bien desheredadas de la fortuna, que han habitado en un recinto preparado para estudiar y pensar, un lujo que ha sabido ofrecer Córdoba, la ciudad donde nació Lucio Anneo Séneca, filósofo, político, orador y escritor romano, cuestor, pretor, cónsul, senador, además de tutor y consejero del emperador Nerón. Hace tiempo, en 1996, el periódico -Diario CÓRDOBA—nos envió al fotógrafo Francisco González y a mí a buscar las huellas de Séneca en Roma, ciudad desde la que se proyectó al mundo nuestro paisano, con el que pasamos una semana. Que su sabiduría continúe con los desprotegidos.

El desconfinamiento nos está devolviendo a la normalidad del fútbol, las declaraciones de cuyos futbolistas apenas hemos echado de menos en los tres meses de periódicos cargados de coronavirus. Porque un futbolista debe hacer arte en el campo, su sitio. La otra noche, en el partido del Barça-Leganés, en el pub Versus, noté que un espectador estaba utilizando sus manos y sus ojos como si estuviese en el mismísimo Camp Nou. Pero, además, mantenía delante de su vista la pantalla de un teléfono móvil a la que se dirigía con los ojos y manejaba con sus dedos. Parecía que ahora que los estadios están vacíos él llenaba todo el campo de los culés con sus movimientos de auténtica emoción. Seguí observándolo y me di cuenta de que el espectador del versus del Barça-Leganés era sordomudo y que se estaba comunicando con otros aficionados por videoconferencia. Yo que no suelo ser entusiasta de los adelantos digitales caí rendido ante la evidencia de que un aficionado al fútbol sordo y mudo pueda vivir el encuentro con otro simpatizante del balompié de sus mismas condiciones a través de un teléfono móvil.

Mañana aparecerá el bullicio. Pero estos días he pasado por la estación de trenes que se mantenía en la soledad de un AVE a Sevilla y otro a Madrid, y solo una persona no viajera sentada en sus asientos.

A los cordobeses parece que no les gusta la Mezquita. Al menos no han ido a visitarla en la ausencia de turistas. Ahora se ha visto que si no hay turistas no hay Córdoba y me he acordado de las rodillas de aquellas viajeras de los años sesenta que veía asomadas bajo sus faldas desde un dormitorio del Seminario. La continuidad de sus viajes creó el entorno de la Mezquita que vienen a ver y que los obispos de ahora llaman solamente Catedral.

Los vecinos de Córdoba -como los de todos los pueblos y capitales de España—hemos ahorrado durante estos tres meses de confinamiento porque no hemos salido a restaurantes, bares, ni cines. Los supermercados y fruterías de al lado de nuestros pisos les han sustituido. Con gusto y con buenos resultados. Lo que nunca sabremos -como sus cuentas—es si los grandes empresarios del Ibex 35 como Garamendi, de la CEOE, Roig, de Mercadona o Ana Botín, del Banco de Santander, han perdido con el encierro o su vida se ha mantenido en su esencia: telemandando. A ver si el verano, que comienza hoy, nos da alguna respuesta.