El Camino de Santiago -la Vía Láctea-, el Carro -Osa Mayor- que veo ahora mismo en el cielo del corral de mi infancia son las mismas estrellas de aquellas madrugadas de las matanzas del cochino cuando en el ambiente se respiraba olor a anís.

Junto al brocal del pozo crecen unos sufridos cactus que han llegado por casualidad a este espacio tan sagrado como la vida cuando contemplar el cielo no es actividad propia de las noches, dedicadas de lleno a las series de TV.

A mirar hacia las estrellas y perderse en el oscuro brillo de las sombras se le llama ahora Starlight, momento en el que las parejas a veces se desentienden de los cielos y se acomodan en la tierra cerca del cartel que les ha señalado el espacio de la ciencia y el turismo.

Es mejor la imaginación en estas noches de soledad de covid-19, donde te puedes fabricar la vida en este espacio de tu infancia por donde corrían las gallinas -el cura me preguntó en el confesionario qué sentía cuando veía que un gallo se subía encima de ellas y cuando salí de la iglesia fui a comprobarlo- y los cochinos exhibían su olor a cebones.

Mejor que desviarte a la segunda cerveza por mostrar un desprecio fuera de toda lógica por el vicepresidente del Gobierno Iglesias, «el Coletas», al que consideras sujeto sin cualidad alguna para obligarnos a la mascarilla, «que no sé cómo ha llegado ahí. Casi lo mismo que Sánchez».

Y me voy a aquella Puerta del Sol del 15 de mayo del 2011 donde los indignados, mi hija entre ellos, cuyo pensamiento la había licenciado en Filosofía Pura, buscaban una democracia no encorsetada en el bipartidismo.

Y también a Marinaleda, que no sé cómo les habrá sentado a los aficionados superpatrios que Ansu Fati, el futbolista hispano-bisauguineano que ha triunfado con la selección española de fútbol, fuera trasladado a los seis años a Herrera, un pueblo de Sevilla, gracias a las gestiones del alcalde de Marinaleda, el revolucionario Juan Manuel Sánchez Gordillo.

Todo sigue igual que el tiempo de la cotización de una pensión -el cielo, los indignados y la carretera de El Viso a Villaralto, tan estrecha como cuando iba de chico a jugar a mi huerta, a recorrerla ligando en bicicleta, a ver pasar los carros ya que apenas había coches o a discutir en el 127 de Manuel Pérez Moya, actual deán del Cabildo catedralicio, con don Pedro Muñoz Gómez, de Acali, médico de Villaralto, sobre el futuro de los pueblos, que empezaban a ser abandonados en serio- menos los periódicos, que antes podías leerlos en cualquier bar de mi pueblo pero que ahora ni El Paisa, ni Higueras, ni Pedro José los compran por la leyenda negra de que contaminan.

Este verano de resaca de pandemia, para el que esa niña de la tele nos ha aconsejado que es mejor llevar la mascarilla que morir, no ha habido piscina pública ni periódicos en los bares.

No me ha quedado más remedio que una Tablet, esa pantalla que puedes leer sin más luz y que, al menos, te redime de la pesadilla de Sálvame. Pero, claro, tienes que estar aliado con el wifi.

Ahora, cuando los pueblos tratan de defenderse del miedo de la pandemia, una fotógrafa noruega se ha asentado por Los Pedroches y empieza a teorizarse sobre si están vaciados o viven en el vacío, me he acordado de cuando yendo yo para los diez años mi padre me dijo: «Niño, de barbero o a guardar cochinos». Lo de la peluquería no me disgustaba pero seguí la trayectoria de quienes eligieron Francia, Alemania, Madrid o Barcelona para hacerse con algún dinero para vivir en la nueva España de los supermercados y pagarle los estudios a los niños.

Fue aquel tiempo de la dictadura de Franco en que Ava Gardner se recorría todos los tablaos madrileños y los españoles se dieron cuenta de que en los pueblos o tenías un trabajo bien pagado o la huida a la ciudad se hacía necesaria.

Cuando los pueblos empezaron a construir sus cuartos de baño -«gracias a Dios, no nos ha hecho falta todavía», comentaban sus nuevos dueños- y a colocar azulejos en las fachadas. Cuando los cielos eran los mismos de estas noches de covid-19.