Porque hay palabras que cantan. Cantan como las campanas de aquella novela inolvidable del maestro Ernest Hemingway, ya saben, al que un día, tan solo un día, di la mano. Bien que lo recuerdo. Ya no lo volví a ver, lo he contado-cantado muchas veces, hasta cuando fui a ver la sangre de aquel disparo de su escopeta de caza a su casa de Idaho, después de aliviar su vida, luego de precipitar su muerte. Me contaron que fue bajo la escalera, cantando «¡pobre de mí, pobre de mí, que ya no volveré a ver las fiestas de San Fermín»!

Viene a cuento la historieta, la leyenda, cuando ya Andalucía es una fiesta. Ya se acercan los días grandes y feriales de Córdoba. Vale, cordobeses, que hay que darle gusto al cuerpo, sin que olvidemos el alma. Por eso lo de las palabras, que es al final, nunca mejor dicho, lo que dice mi mensaje, desde hace tanto tiempo vagón de cola de la semana.

La Córdoba de los patios cada día se multiplica. El mundo al fin es un patio, aunque mejor quizá es un coliseo. ¡Ay, si fuera un patio de verdad, como los nuestros, con su alegría de la flor, su cuidado, su limpieza espejeante, la historia de cada patio regado con agua y la palabra al aire de sus cuidadores! ¡Qué hermosa la palabra cuidador de patios¡ Me lo pondría ahora mismo en mi tarjeta de visita.

Por eso doy tanta importancia a esa guía de los patios que ha hecho nuestro periódico, que me he bebido en una noche de sed de Córdoba. Los nombres de las calles, los números, las esquinas floridas, las rejas... Ya les he contado que hace muchos años estuve a punto de comprar las rejas de las ventanas de la casa de los hermanos Álvarez Quintero, en Utrera. Pero llegué tarde al chalaneo y me quedé con la gana. Me gustan mucho los patios de la provincia, que no son pocos, y además tan verdaderos, tan buenos, tan necesarios. La ONU misma tiene el aire del medio patio, como casi todos los congresos del mundo, pero le falta eso, el riego de la palabra que debe ser verdadera, fresca, refrescante, saneadora.

Hablo, escribo, de Bertín Osborne, que ha tenido que vender la bodega donde envejecía el vino que lleva su nombre. Ya lo cantaba Rafael Farina, mi paisano, al que tanto quise, cuando decía aquello de «vino amargo, vino amargo», ¿recuerdan?

Recuerdo en mayo a Luis de Góngora, el poeta grande, más nuestro que nadie, claro, que está de moda, a toda plana. Conferencias, jornadas, estudios, versos sueltos. Vamos a decirlo claro, ya es hora. Luis de Góngora es eterno. Siempre digo lo mismo. Cada vez que tengo la oportunidad en Córdoba me acerco a la Mezquita-Catedral a ver la capilla donde está la urna con sus restos «a ver si se me pega algo».

No me quiero ir sin decirlo. Me cuentan que el rey emérito ha ido desde lo de Botswana muy pocas veces a cazar, pero que ha acudido a una cita con un gran venado de no se cuántas puntas a la Sierra Morena de nuestra geografía. Lo escribo con ciertas reservas -son rumores-, pero la fuente es agua de pozo de lluvia y la lluvia cae del cielo.

Sí que les recomiendo la revista que es nuestra, de la casa, y que se llama Rumore, rumores que luego son noticias ciertas. Veo a la niña Camila y al niño, ya tan herido, José Fernando, y siempre pienso lo mismo. Me asomo al rostro de Ortega Cano como si fuera hace tiempo, y es ahí donde voy leyendo su calvario, su nueva etapa constante con el toro de la vida, que le va llenando de cicatrices, de las que yo llamo de espejo.

El duque de Alba, Carlos Fitz-James Suart, que afirman que ya tiene novia, una princesa italiana con la que ha ido a mirar desde cerca uno de los olivares cordobeses, próximo a Montoro, y en una visita secreta e íntima.

Escucho, cuando estoy herido, al violinista Paco Montalvo, que hace que mis campanillas suenen como aquella soga de música que me traje de donde las mujeres jirafas de Asia y que sonaba cuando hacía un poco de aire o alguien llamaba a mi puerta.

Les hablaba, les escribía, de que en el AVE conocí y conversé largamente con Carmen Lomana, que está más lozana que nunca. Y que me dijo el secreto de su belleza. Les conté que me había dicho que su aguante, su serenidad en el rostro, eso que nunca se marchita, es ni más ni menos que la verdad de las cinco aceitunas, y no cuatro como yo afirmaba en mi anterior cita dominical. Cinco aceitunas, cinco, todos los días del año, sean lo que sean, sin hueso, con hueso, que son más de verdad, negras o verdes, y si son aliñás, mucho mejor. Me inclino por las segundas y hecho de menos aquellas que siempre me daba, en cuanto asomaba a su casa, en la Judería, mi amigo Rafael Carrillo. ¡Qué tiempos, cordobeses míos!