Menos el confinamiento y la mascarilla obligatoria todo estaba inventado. Hasta la lucha contra el calor veraniego, que en Córdoba es como el infierno en la Tierra, casi peor que esos campos de siega de los pueblos donde vivían los santos inocentes de Delibes.

Todo estaba inventado. Aparecía el calor y los cuñaos que dibujaba Vic se iban a la parcela de la hermana a bañarse en la piscina y, si se podía, hasta pasar la noche por esos terrenos que crecieron en las afueras de la ciudad sin acogerse a ley alguna. Y de paso cenar y echar algún cubata.

El autocar dominguero o de un día de entresemana hacia la playa, «preguntar por Marina», era otra de las soluciones rápidas que aprovechaban los barrios de Córdoba que tenían sombrilla pero no chiringuito donde meterse en el agua. En esos días de madrugones que luego satisfacían se montaban los playeros camino de Cádiz, Málaga o Huelva donde al llegar unos cogían tumbona y levantaban algo parecido a una casa y otros trazaban una línea continua entre la arena, el chiringuito y la mesa donde servían pescado ensartado, auténticos espetos.

A estas horas, poco más de las cinco de la tarde, caminar por Vallellano es como conjurar a los árboles a que borren toda sombra de este entorno y desaten una tormenta de lenguas de fuego sobre estos caminantes despistados que deben aprender que en Córdoba la siesta es una obligación si se quiere sobrevivir. Otros cordobeses con más días de vacaciones y más dinero se iban al propio apartamento, normalmente en las playas malagueñas de Fuengirola, Torremolinos, Nerja, Torre del Mar o Benalmádena, donde pasaban casi todo el verano, provistos, como iban, de una gran lista de acopios, quizá imposibles por aquellos pagos. Quienes pasaban el verano mojados en las aguas de las playas de Cádiz, donde lucían los cuerpos al sol, no eran propietarios de apartamentos sino veraniegos que pretendían alquilar una parte del paraíso, como los Caños de Meca, o las playas de los Alemanes o de Bolonia de Tarifa.

Las piscinas eran el espacio que los cordobeses que se quedaban en la ciudad tomaban como la esencia del verano, aunque oliesen demasiado a cloro. Desde las ya cerradas históricas del Fontanar, de las Hermandades del Trabajo, hasta las de la calle Marbella, la Fuensanta y el Santuario, Las 2 columnas, Assuan o las del Figueroa, las piscinas de Córdoba ciudad han sido desde siempre esa frescura que había que proporcionarle al cuerpo, excesivamente caldeado.

Los pueblos, esos espacios donde nacimos y de los que los padres nos enseñaron a prescindir si queríamos buscarnos la vida -de ahí sus tan descritas ausencias--, tienen un atractivo que engancha a quienes viven en otras regiones cuando el sol se pone pesado. Es el milagro de los espacios pequeños, condenados a ese malditismo, aunque poético, de la falta de trabajo, pero que conservan la autenticidad de las calles, puertas y casas de cuando vivíamos allí. Un pueblo con piscina municipal y con terrazas nocturnas donde aparca el aire fresco es un lujo para ese verano casi familiar donde reconoces tu juventud en la barra de los bares, aunque el coronavirus haya borrado este año todas las casetas de feria.

A estas horas, casi las diez de la noche, es hasta aconsejable caminar por los jardines de Vallellano porque, a pesar de las críticas que hubo en su tiempo, ahora parecen un oasis que nace donde pisan los perros y sube hasta casi el firmamento, en medio de una verde estela de sombra llena de adelfas, cedros, eucaliptos, fresnos, magnolios, mimosas y yucas.

Me ha atraído el anuncio de cine de verano del C3A, esa construcción contemporánea sobre el arrabal de Saqunda, al lado del futuro auditorio de Miraflores, donde iba a construirse el Palacio del Sur, en el que Córdoba ha demostrado que es fiel a su historia. Llevamos caretas, las sillas están tan separadas como el altar mayor de la Catedral de los fieles, pero el entorno nos concita: enfrente, la brisa del Guadalquivir, y detrás, la Sierra y la Mezquita. Quizá no todo estaba inventado contra el calor.