El Ayuntamiento nos aconseja en un anuncio que consumamos Córdoba, que apoyemos al comercio de cercanía, al bar de enfrente, a la tienda de la esquina y al restaurante de confianza. Y cuando me dispongo a hacerlo me doy con las puertas del bar de enfrente y del restaurante de la esquina en las narices. Están cerrados. Porque a la tienda de la esquina se va antes, pero a bares y restaurantes lo lógico es que vayamos, como muy pronto, a las ocho de la noche. Eso sí, el jamón de Los Pedroches es de tan alta calidad que sus tiendas son de horario alargado como lo es el mundo y lo sagrado. Pasadas las 20 horas puedes probar una loncha de ibérico del norte en la tienda donde antes estaba La Meca de los Pantalones o La Frontera de las Camisas --en aquellos tiempos de cuando éramos jóvenes-- y ahora comienza la calle de La Plata, por donde pasábamos y mirábamos con los ojos de quienes no tenían ni cinco duros.

La iglesia de San Miguel, esa sagrada belleza arquitectónica que tuve que describir para un examen cuando estaba en sexto, está también abierta porque así se alarga la jornada del pobre que pide a la entrada, que somete a examen los sentimientos de caridad de los creyentes que van a misa. Un poco más tarde, a las nueve menos veinticinco, en la iglesia de Santa Teresa de la calle Previsión, la misa iba por el Ofertorio. A la salida no había nadie que mirara a los fieles desde la cristalera de los tres bares de enfrente, pertenecientes al comercio de cercanía. Estaban cerrados. Seguro que el de la religión es un horario sagrado, nada humano.

En Las Tendillas, a esa hora entrañable a la que la autoridad -sea de izquierdas, como el Gobierno de la nación o de la patria, o de derechas, como el de Córdoba y el de la Junta de Andalucía-- le ha puesto límites al tiempo un hombre protesta porque dice que le han señalado por tener una bandera de España -sin el Sagrado Corazón de Jesús, que esas sólo están en las iglesias-en su balcón. «Yo no la quito mientras tengan puesta la ikurriña en mi bloque».

Se me ha venido a la mente aquella tarde de los primeros días de salida del confinamiento cuando al pasear el mundo abierto no dejaban de sonar por Las Tendillas y por la calle Jesús (y) María las cacerolas. Y también cuando en un balcón de Infanta Doña María las cacerolas sonaban junto a la bandera nacional y desde otro de enfrente le respondían con La Internacional.

El lunes, el último día con horario de bares hasta las diez y media, recorrí la ciudad como si al día siguiente la cerraran. Paseé detenidamente cerca del río, ese espacio de belleza húmeda al que el Defensor del Pueblo Andaluz ha instado al Ayuntamiento a que lo adecente. Y seguí por las calles de mi infancia que cada jueves me llevaban a los Salesianos a jugar al fútbol. La calle Lineros corroboró que Bodegas Campos estaba cerrado y en Alfonso XII, en la plazuela del Vizconde de Miranda, espacio criticado en su día por Castilla del Pino por la falta de imaginación del urbanismo local en los años setenta, vi las taquillas de aquel cine Andalucía donde alteró mi libido su cartelera de La noche de la iguana, una película de 1964 protagonizada por Richard Burton, Ava Gadner y Deborah Kerr. Ahora el Ayuntamiento ha resucitado aquel cine aunque con el nuevo estilo urbano que ha renovado toda la zona de las callejas de San Eloy, una concepción arquitectónica que permite pasar de calle a calle a través de un patio.

Al final de Alfonso XII la memoria nos devuelve a Julio Anguita y la plaza de Puerta Nueva, la taberna El 6, donde se comunican el barrio de La Magdalena con el Campo de San Antón. Por San Lorenzo, un día antes del cierre a las seis, casi todo está cerrado, aunque por María Auxiliadora, la taberna de la Sociedad de Plateros, donde el bacalao es un aliciente, tiene todas sus puertas abiertas, como la iglesia de los Salesianos.

Son las ocho. Hay más bares cerrados que abiertos y tiramos para las Costanillas. Y luego por La Viñuela, cerca de la Avenida de Barcelona, por donde los clientes se han acostumbrado a engordar con «la tapa gratis con su consumición». La ciudad es una soledad con mascarilla a partir de las seis de la tarde. Hora casi de volvernos a aquel tiempo en que nos saludábamos desde los balcones y cantábamos una canción -Resistiré--que hicimos común. Cuando no pensábamos que los rompedores de la felicidad podían ser abusadores de la categoría de un casteller catalán o de un cardenal apoyado por un pontífice santo.