Al bajar del balcón la vida es otra. Sobre todo después de ocho semanas contemplando el cielo, la tierra y las personas desde la perspectiva de los pájaros y casi de las nubes. En ese espacio que a ras de suelo es el de los gatos que se enamoran por las noches. Desde donde seguimos aplaudiendo a quienes hacen posible que sigamos viviendo. Y desde donde la desescalada nos ha posibilitado bajar y pisar tierra en recreos de una hora.

Además de quienes se dedican a hacer deporte en ese permiso oficial el resto de los mortales nos hemos tomado esa hora como el tiempo que los maestros nos daban en la escuela para que saliéramos a jugar. Es, como en el balcón, vivir desde otra perspectiva.

Cuando éramos los de antes salíamos a la calle con un destino: una conferencia, un bar, un gimnasio, un restaurante, un concierto, una cafetería, una tienda, un lugar de quinielas y euromillón, una misa, una terraza, la presentación de un libro, una clínica, un cine, un teatro, una librería, un partido de fútbol, una peluquería o un velatorio. E íbamos vestidos con la ropa adecuada para cada acto: chandal, traje, chaqueta sin corbata o estilo deportivo libre. Pero ahora, cuando nos hemos bajado del balcón y disfrutamos del recreo de una hora medido por la Geomática, hemos pasado de la vestimenta y nos hemos dedicado a descubrir mundos. El más inaudito e insólito para una sociedad como la cordobesa --de raíces romanas, árabes, cristianas y judías en cuanto a religión pero de unos conceptos capitalistas por supervivencia-- es el descubrimiento de un estilo de vida parecido al que vivimos una semana en la URSS al final de los ochenta, cuando la Perestroika, el primer McDonald ruso, Gorbachov y Yeltsin. Paseábamos por Moscú o Leningrado pudiendo comprar un estanco entero en la Plaza Roja pero sin poder pararnos en ningún sitio más porque, aparte de los hoteles, no había ni establecimientos, ni comercios, ni bares.

Que el capitalismo abusará de nosotros, mental y económicamente, pero también nos ofrece, aunque nos las cobre, diversiones.

Estos días observo a los paseantes con su mascarilla indiscreta ya que pueden caminar sin que nadie se dé cuenta de si se han afeitado.

Y compruebo que paseamos la vida sin más obligaciones que la de vivirla: sin conferencias, bares, cines, estadios, teatros, iglesias, cafeterías, librerías, clínicas o sin el Moriles. Simplemente evitando el virus. Pero con toda la ciudad delante. Un espacio vital por descubrir.

En el primer recreo me fui por el centro, a Las Tendillas, uno de los corazones de la ciudad. Y me sorprendió el sonido de los balcones. Eran ya las nueve y por donde el caballo del Gran Capitán señala la parte castiza de Córdoba, la Corredera, por donde estuvo la sede del PSA, empezaron a sonar sartenes, que continuaron sus ruidos por los pisos de Jesús y María, por el Góngora, y siguieron más abajo de la casa del Duque de Rivas, donde la sala de arte Vimcorsa.

Parece que Córdoba, además de aplaudir a los sanitarios del cononavirus, también sartenea a los políticos según la calle en la que se viva. Yo lo descubrí cuando en mis recreos me fui hasta Las Tendillas y por los aledaños del cementerio de La Salud.

Por la zona del Fontanar, donde Eva Amaral actuó en su día de telonera de Bob Dylan, la Policía Local se encuentra a personas sin hogar que en esta cuarentena están viviendo en el colegio mayor Séneca. Se saludan y los indigentes confirman que dentro de nada se irán a cenar. La indigencia sobrevive porque acepta su papel.

La ciudad sigue paseando, o corriendo, pero sin pararse, como antes, en algún bar o cafetería.

Tiempo que algunos han dedicado a piratear periódicos y revistas, como si el periodismo se hubiera dado de baja en este tiempo de absurdos virales donde se paga al impostor que emite mentiras y se desprecia al periodista que sigue escribiendo la verdad. Pero todavía hay gente que piensa, como el filósofo Emilio Lledó, que dice que «no podemos vivir en un mundo donde domine la maldad y la estupidez». Una vez bajados del balcón.