No es fácil moverlo, abrirlo y cerrarlo incluso. Sin embargo, el abanico se lleva, forma parte del uniforme del verano y se necesita. No te despierta la angina, incluso hasta en su momento te da un toque moderno, eficaz y bonito.

Es el aire no acondicionado, sino con condición, o sea el aire que necesitas, el aire por ti movido.

El aire también acoge la palabra, como la del maestro Jesús Vigorra, que escribe en nuestro periódico, al que acaban de darle la inmensa gestión de no solo entretener toda la mañana de Canal Sur Radio, donde ya en la tarde ejercía su ministerio, sino La Mañana Ahora. Le he llamado para darle, personalmente, mi enhorabuena y desearle mucha suerte porque su trabajo es eficaz y divino. Pone a la gente en el cruce de caminos para que sigan por dónde deben ir y se encuentren. Por todo ello, Vigorra es un maestro de destinos. Así que maestro, adelante.

Ese es el arte del abanico, lo mismo que la palabra bien dicha, la frase que arregla heridas, que enciende luces, que es la palabra que no mata sino que da vida a diferencia de esas palabras que tienen plomo, palabras como dagas.

Dicen que hubo un tiempo en que el lenguaje del abanico era fundamental, hasta principios del siglo. Si amabas o no amabas, si rompías, si esperabas… el lenguaje del amor lo marcaban las varillas del abanico. Por eso me ha gustado tanto el último artículo de Mercedes Valverde, que tanto sabe del pasado artístico de Córdoba. Me gusta mucho cuando escribe nuestra directora de Museos, porque está llena de arte y sabiduría. ¡Cómo mueve el abanico!

Y si hablo de abanicos, no puedo olvidarme de doña Felisa Rincón y su hermosa colección. La conocí en Puerto Rico mientras era gobernadora de ese estado en el que me gustaba a veces perderme. En dicha colección había uno pintado a mano de marfil, parece que lo estoy viendo en su palacio del Gobierno de San Juan y que ella misma me mostró de su propia mano. ¡Cómo pasa el tiempo, doña Felisa, que ya no está ente nosotros!

Cada abanico tiene su aire, como lo tenía aquel pequeño que me regaló en su día la duquesa de Alba, que en paz descanse, de color verde olivo. Cuando me lo dio, me dijo: «Es de caballero, Tico, no lo olvides, para llevar en el bolillo superior de la chaqueta de verano, a ser posible de lino». Desde entonces lo luzco orgullosamente altivo. También tengo otros, que no son quizás más que decorativos. No soy el único que lo utiliza, pues hace unos años vi usarlo a mi compadre Curro Romero, al que acaban de nombrar Faraón de Triana, por propio merecimiento. ¿No le han visto torear de capote? Era la elegancia del abanico de albero, dejando pasar el fuego negro del toro en la plaza en aquella tarde que me llamó para avisarme: «Compadre, hace viento, y eso es un aire malo para mi manera de hacer el toreo, le aviso por si no quiere llevarse un mal rato».

Tampoco debo olvidarme del abanico que tengo de la Mezquita-Catedral, de papel, que a veces llevo conmigo, y otro firmado por Antonio Ordóñez que es una verdadera joya.

No solo se lleva el abanico, sino también el ventilador de techo, como en las películas de Shangái, o en la película Halcón Maltés, cuando aquel gordo inolvidable, que no recuerdo su nombre, aseguraba: «Este pájaro está hecho del metal del que están hechos los sueños». Una verdad formidable.

El abanico en el techo, como el del África de las cabañas redondas, o el de Gabriel García Márquez en su casa de Cartagena de Indias, de color rojo, frente al mar más azul del mundo. Y no lo quería hacer funcionar porque «se me vuelan los papeles que tengo sobre la mesa». Donde por tener tenía aquella rosa blanca, en un vaso de agua cristalina que todos los días tenía que colocarle su esposa.

El aire de las palabras nos embauca a todos, pero a veces un vendaval puede sorprendernos de lleno, como cuando leí que Penélope Cruz puede ser la Chiquita Piconera en una serie sobre Julio Romero de Torres.

El viento de papel me trae muchas noticias, como el alta médica de María Jiménez, que ya está en su casa del sur y la veo en una foto con su pelo blanco que tanto me gusta y que me recuerda a aquel día en el que la hermana del Rey emérito, Pilar de Borbón, me confesó poniéndome una mano sobre el hombro: «¿Para qué quiero una corona mejor que la de mi pelo blanco? ¡Como la corona de la edad, ninguna!». Y hablando de edad, como la del abanico, no quisiera despedirme sin olvidarme de las palabras de la sabiduría que enseñan todos los abuelos, que el pasado viernes fue San Joaquín y Santa Ana. ¡Felicidades!