-En ‘A cielo abierto’ narra los primeros años de la aviación civil, años en los que los pilotos se jugaban la vida porque los aviones no estaban perfeccionados como hoy.

-Efectivamente. Hablamos de una época de aviones construidos con madera y tela barnizada, descabinados, prácticamente aviones de papel. Ser aviador en aquel momento era jugarse la vida todos los días.

-Entre los elegidos, tres nombres: Henri Guillaumet, Jean Mermoz y Antoine de Saint-Exupéry.

-Los tres coinciden en las líneas de correo aéreo que se organizan en la aeropostal que parte de Toulouse. Está todo el desierto del Sáhara y llegó hasta Senegal y después se desplegó en Suramérica en los vuelos entre Buenos Aires y Chile, incluso la Patagonia. Son tres personalidades muy distintas. Desde la fragilidad de Sant-Exupéry, a la seguridad absoluta de Mermoz y a la discreción de Guillaumet. Y, sin embargo, siendo tan distintos, forjan una amistad indestructible hasta el final de sus vidas.

-Entre otras proezas, realizaron el primer vuelo nocturno, cruzaron el Atlántico o la cordillera de los Andes por primera vez.

-Se habían realizado vuelos sobre el Atlántico, incluso alguno nocturno. El mérito de ellos es que establecen líneas regulares. No se trata de actividades deportivas para batir récords, sino para establecer líneas de correo eléctrico. Es decir, un servicio público, un servicio a la sociedad. No una acrobacia ni el reto por el reto, sino dar un servicio.

-La fascinación por Antoine de Saint-Exupéry le viene desde la infancia. ¿Qué encontró en su obra y en su vida que le atrapó?

-Pues es difícil explicar por qué nos fascina lo que nos fascina. Yo lo que sé es que con once años en el colegio leí por primera vez con una profesora, en aquella época muy hippy, El principito. Y aquel libro me magnetizó. Había cosas ahí que probablemente yo no conocía del todo. No sabía por qué había un niño en medio del desierto y un cordero para llevar a su planeta. Pero había algo ahí que me atrapó. Y al cabo de los años he ido abriendo las distintas capas, leyéndolo con diferentes edades, descubriendo distintos ángulos y actualmente forma parte de las lecturas que han conformado mi forma de ver el mundo.

-¿Cómo se aborda un libro sobre el aire para quien la tierra firme es el lugar más seguro, incluso tiene vértigo?

-Yo creo que eso forma parte de la fascinación, quizás por el vértigo, por mi falta de valentía, me atraen estas vidas de los aviadores, de los pilotos, capaces de remontar sus miedos y, realmente, lo que me atrae es esa idea de la incertidumbre del aire. Constantemente ellos viven en la vibración, en el temblor. Y ese temblor de sus vidas que ellos afrontan. El correo siempre sale con viento, con lluvia, con cualquier clima.

-El autor de ‘El principito’ era todo un personaje: malgastador, bebedor, infiel, intransigente, distraído, caprichoso.

-(Ríe) No. No era un santo. Pero bueno, yo creo que eso es lo que agiganta su importancia. Es decir, si él hubiera sido un santo varón de mármol, no tendría ningún mérito que hiciera ese esfuerzo y ese sacrificio, porque estaría en su naturaleza. Lo atractivo del personaje es que, siendo alguien interiormente muy débil, muy frágil, muy derrochador, con muchos cambios de humor y de estado de ánimo, justamente tenga esa capacidad para sobreponerse.

-¿Qué dato curioso y prácticamente inédito destacaría de su personalidad?

-Aunque él llegó a ser un piloto aguerrido, siempre fue una persona muy insegura y, en el fondo, nunca dejó de ser un niño.