Basta sentarse en una esquina de Casa Bravo, mirar la luz adentrarse desde la puerta y escuchar la guitarra de fondo para transportarse a otro tiempo en el que la vida tenía un ritmo más pausado. Elena Rojano, elegida por el Aula del Vino como nueva señora de las tabernas, como representante de una nueva generación de mujeres comprometidas con la tradición, aprendió el recetario de Casa Bravo de su madre y de su suegra. «Una me enseñó las albondiguillas, el pisto, el rabo de toro, las manitas y a freír pescado, y la otra los platos de casquería, el arroz cordobés y su ensaladilla», explica risueña mientras se escapa de la cocina entre plato y plato. Las dos le dieron la base tradicional de su cocina y ella sola ha creado su propio estilo. A principios de los 90, sus padres compraron la casa en la que se encuentra su taberna, situada en la Puerta de Almodóvar, «arriesgando todo para dar seguridad a sus hijos». Venían de mundos muy distintos, él era camionero y ella dependienta, pero no le faltaron arrestos para tirar adelante con el negocio. La mayoría de tabernas de la zona han renovado la carta y el look de las estancias para ofrecer un aspecto más moderno. La suya, no. «A mí me gusta lo antiguo, tenemos las mismas mesas que tenía mi padre, da más trabajo, lo fácil sería cambiarlas, pero cada año se cepillan y se vuelven a pintar para que estén como nuevas, para mí esas cosas tienen un valor sentimental muy grande».

Casa Bravo fue un despacho de vinos en el siglo XIX hasta que en 1919 se reabrió como taberna. En 1970, cerró y estuvo muchos años sin actividad hasta que el padre de Elena compró la casa en 1992. «Muchas cosas están intactas desde entonces», explica, entre ellas el nombre. «Mi padre es Rojano Bravo y quiso rendir homenaje a su madre manteniendo su apellido». En la reforma, cambiaron el suelo y la cocina, que estaban muy deteriorados, pero lo hicieron sin perder «la calidez de lo antiguo». El azulejo del patio, por ejemplo, no se ha tocado, «siguen los que tienen plomo, que no se fabrican desde los años 40, las mismas ventanas y los postigos de entonces». También continúan las baguetillas y la barra de acero inoxidable y azulejo que renovó su padre y que ahora empieza a ser una rareza. Sus progenitores reabrieron Casa Bravo en el 92 y lo regentaron hasta el 99. Tras unos años alquilado, en el 2015, Elena y su marido tomaron el relevo. «Nuestro plato estrella es la casquería y las croquetas, el menudillo de pollo y el morro». Ofrecen además raciones y menús con guisos propios de la dieta mediterránea. Hasta 90 platos distintos, entre ellos, 16 tipos de croquetas y todo lo que Elena y su equipo improvisan a diario. Delante de la barra, se dan cita parroquianos de la zona y una mezcla variopinta de artesanos del Zoco, vecinos de Córdoba y muchos turistas, sobre todo los fines de semana. Algunos platos, como el morro de cerdo, están en la carta por casualidad. «Lo puse un día con habichuelas y gustó tanto que lo dejamos», relata, «también hay verdura, revueltos y guisos como el potaje con espinacas y garbanzos». Famosas son las albondiguillas de la abuela Carmen, que son delicatessen «para los niños y los madrileños», afirma.

Entre fogones, Elena sigue la máxima que le enseñó doña Carmen: «La cocina necesita tiempo y cuando se hace algo para venderlo, hay que prepararlo como si fuera para tu casa».

Casa Bravo cierra el domingo por la tarde y los martes. «Desde hace treinta años, el lunes por la noche tenemos la tertulia flamenca», explica Elena, «mi padre canta bien y desde que abrió, atrajo a cantaores y guitarristas». A su lado, José Antonio Jiménez, su marido, sonríe y calla. «Él también canta y toca la guitarra». No solo tiene el toque flamenco, también el perfil del típico tabernero cordobés: «Un poco sieso, pero agradable, con su toque particular de humor». El tándem perfecto para una taberna de esencia cordobesa que, de mantenerse la tendencia a la homogeneización, acabará por convertirse en un lugar exótico. Por algo será que quien entra, repite.