Los policías iban recorriendo en moto una ciudad cuajada de belleza -con monumentos de toda la historia, como la Torre de la Calahorra, el Puente Romano o la Mezquita- pero sellada con el silencio y la ausencia. El vídeo, que lo mandaban por las redes sociales, te hacía saber lo que había fuera de tu piso, algo parecido a una peste. Una perturbación sanitaria que a los más entendidos les recordó aquella llamada gripe española de 1918, que empezó en China, Francia o Estados Unidos, pero no en España, y que mató en dos años a más de 40 millones de personas en todo el mundo, 58 en Villaralto, mi pueblo. La primavera entró por las ventanas del piso, abiertas ya persianas y cortinas, y se acomodó en nuestro balcón, el vigía de un tiempo raro y oscuro que nos ha posibilitado ver las estrellas de noche, el sol de día, y la llegada de todas las estaciones, la del invierno hace unos días. Encerrados con un solo juguete --como diría Juan Marsé, que murió en julio cuando ya se nos había ido Julio Anguita, el político más íntegro que he conocido-empezamos a ver otra vida, la que comenzaba con las colas en tiendas y supermercados, donde se acabó el papel higiénico, seguía con el paseo al perro y terminaba con las estrellas, que alumbraban a los gatos en su nocturno intento de enamorar a las hembras sorteando las rejas del colegio y el camión de la basura. Y dándole vueltas al piso durante una hora para no dejarle espacio en nuestro cuerpo al reuma y otros malos vicios propiciados por el abuso de reposo.

Pero nuestra fantasía despertó con la necesidad de volar cuando se enteró de que también habían sido cerradas las puertas de la Mezquita, ese espacio anterior a la globalidad donde ya habían tomado contacto los dioses de todas las religiones, desde la hebrea a la islámica, pasando por la cristiana. Fue cuando imaginamos la realidad, una Judería vacía y unas calles sin turistas a las que comenzaron a llegar murciélagos desde el cielo, perros y palomas desde la tierra, gatos desde su misterio y, quizá como en otras ciudades, jabalíes, cervatillos, pavos reales, osos, cabras montesas y cisnes. Dicen que el Guadalquivir agrandó el caudal de su cauce porque a las aguas dulces de río añadió las amargas de sus lágrimas. Y porque el aire y las nubes se habían encerrado en el extremo silencio de un mundo sin gritos ni chillidos de niños y se acomodaron para esperarlos en el patio de recreo de sus colegios. El cemento de la escuela donde los niños jugaban se convirtió en una lápida que sepultaba el jolgorio y la algarabía de su aprendizaje. Menos mal que llegaban las ocho de la tarde, el único milagro de la pandemia. Todos los balcones se abrían al resto de vecinos, que se remiraban sin apenas conocerse, se saludaban con señales y conjuraban sus voluntades en las manos que emprendían un significativo viaje de aplausos al que ponía final la música, que siempre empezaba con el himno de esta soledad sobrevenida: Resistiré. La segunda vez que toda España se puso de acuerdo después del Mundial del 2010.

Fue bonito mientras duró, según el dicho, porque al poco tiempo se rompió el compás en esta melodía de los balcones españoles que empezaron a desafinar con cacerolazos de tosco sonido. Cuando la pandemia tomó ideología, como si rechazáramos a nuestro médico de cabecera por ser agnóstico o republicano y la salud y la enfermedad no fueran menester de médicos y científicos sino refugio de políticos sin escrúpulos. No sabemos si este 2020 es el año más oscuro desde 1945 pero sí ha sido el menos bailado porque mayo clausuró todos sus escenarios en patios y Feria y la Semana Santa puso en silencio sus bandas de música. Este año que termina, sin carta de tapas en los bares y las conferencias, conciertos y actuaciones los vemos por Internet, ha dejado colgados los trajes y corbatas en el armario y desempolvado el chándal y las zapatillas de deporte. Y el reloj de Las Tendillas no dará las campanadas con los sones de la guitarra de Juan Serrano el último minuto de este año que nos ha encarcelado desde mediados de marzo, para evitar aglomeraciones.

Lo único quizá que recordaremos en un futuro -ojalá lo tengamos- será que nos tocó vivir en un tiempo en el que se cerró el mundo desde Córdoba a Madrid, desde París a Sidney, desde Barcelona a Londres, desde Berlín hasta Estados Unidos o desde Moscú a Villaralto, y las personas paseamos las calles con el rostro tapado con una mascarilla. Mientras el año 2020 escribía su cruel historia.