«Mamá, el sábado cumples 105 años». Con esa frase, María recordó a Ángeles que andaba cerca su efemérides, a lo que ella contestó sin dudar. «Pues habrá que hacer una fiesta...» Y dicho y hecho. El día 23 de septiembre, Ángeles Martínez, natural de una pequeña aldea de Belmez llamada Doña Rama, y vecina de Fátima desde 1965, celebró su cumpleaños rodeada de una de sus hijas (la otra vive en Tarrasa), de nietos y bisnietos. Supera ya el siglo y sigue más tiesa que un ajo (no hay más que verla) y más sana que una pera, según su hija María. El secreto de su longevidad parece genético y heredado de madres a hijas. No en vano, tanto sus antecesoras fallecieron tras haber superado los cien años con un estado de salud excelente. «¿Comer? Me gusta todo, yo no soy delicada», dice simpática mientras apaga las velas de la tarta que le han traído las trabajadoras del servicio de teleasistencia de Cruz Roja, que la visitaron ayer para obsequiar a su usuaria de más edad. «Son unos ángeles de la guarda», explica María ante la mirada atenta de su madre, que asiente a sus palabras al tiempo que señala el botón de teleasistencia que lleva colgando del cuello a todas horas. «Sí, son muy buenas».

Su bisnieta describe a Ángeles como una mujer muy cariñosa y con buena memoria «para lo antiguo, lo de ahora lo olvida». Aunque su marido falleció con 78 años, hace ya tres décadas, ella lo sigue teniendo muy presente en su día a día. «Que quién era mi marido? En el pueblo lo llamaban el tío risas», dice esbozando una media sonrisa, «yo era más seria que él, así que me decía que si no me reía, él se encargaba y entonces me hacía cosquillas». Y es que su difunto, por lo que cuenta toda la familia, era un auténtico crack del humor, amante del carnaval y autor de numerosas letrillas. Una afición que han continuado sus nietas y alguna bisnieta. Ángeles también recuerda su casa de Doña Rama. «En el patio tengo una parra muy grande y una adelfa».

En ese momento, alguien le dice que haga memoria y por más que cueste creerlo, y pese a que Ángeles no puede poner en pie lo que comió ayer, se arranca a recitar una letrilla de carnaval. Se nota que está a gusto, por más que el salón esté abarrotado de gente, haya flashes deslumbrándola y ya haya apagado las velas de la tarta al menos tres veces por exigencias de la foto. «En el salón del tío cuco, las mocitas refirieron que el que se mete a murguista no es hombre ya. De seguro que se creen que no somos hombres ya, pues ca’ murguista traemos un pito muy regular».

Luego vuelve a hablar de la comida cuando sale la conversación. «Mi plato favorito... el gazpacho (le sopla su hija). Eso, el gazpacho, la ensaladilla rusa y la pinza (pizza)». Ella no se priva de casi nada. Tomen nota quienes buscan el elixir de la larga vida. Su hija explica que su progenitora tuvo una vida difícil. «Mi padre era albañil, pero se fue a la guerra cuando eran novios y no se pudieron casar hasta que acabó y juntaron un poco», comenta. Por eso María, la mayor de las dos hermanas, nació cuando Ángeles tenía ya 34 años, algo tardía para la época. Al cabo de los años, se vinieron a Córdoba porque en la aldea no había trabajo. «Mi madre nunca trabajó, era una ama de casa, pero siempre llevó el timón de la familia, mi padre se dedicaba a trabajar y no se metía en nada más», recuerda sincera María, «no sé cómo se las apañó, pero yo nunca me he ido a la cama sin cenar». Ella se lo agradece ahora con mimos y cuidados. «Vive sola, pero en su piso de la planta de arriba, y siempre estamos pendientes».