Mi primera entrevista se la hice a Rafael Campanero. Junio de 1985. El Córdoba, recién ascendido de Tercera, tomaba músculo para afrontar una Segunda B de la que caían la mitad de los equipos por una reestructuración. Campanero me atendió extenuado, recién bajado del Talgo tras pelear en la asamblea de la RFEF contra el exterminio de clubes que se avecinaba. Resoplaba un corazón que en más de una ocasión le ha pasado factura por el Córdoba CF. «Un gran corazón ninguna ingratitud lo cierra, ninguna indiferencia lo cansa», dijo Leon Tolstoi. Pasan los años para el cordobesismo y Campanero siempre está ahí, eterno. Ha sido la tabla de salvación más fiable a la que se ha aferrado el Córdoba desde que tengo uso de razón. Llegó a la causa de la mano de Cruz Conde y Barrena para crear el primer equipo juvenil. Tras siete años de gloria en Primera, Rafael Morón lanzó un órdago para que alguien se hiciese cargo de un Córdoba con 17 millones de la época de déficit. Sobrevivir o muerte, un reto frente al que Campanero ha tenido que debatirse más de una vez. Como cuando lo rescató de Tercera (84/85). Como cuando lo sacó de Segunda B en El Alcoraz (06/07). Y aceptó. El Córdoba regresó a Primera y de vuelta a Segunda era un club respetado tanto por su nivel económico como por el carisma de ese presidente que hasta había conseguido vestir de blanquiverde a todo un Onega, la leyenda de River. Dice que su mayor error como presidente fue su retirada al término de la campaña 1974/75, con las arcas saneadas y el Córdoba digno y respetado, pero había empeñado su palabra en defensa de los clubes al asegurar que mientras Pérez Payá fuese presidente de la RFEF él no estaría en el fútbol. Cuando volvió a retomar el timón blanquiverde ya no estaba Pérez Payá. Coger un histórico con un pasivo de 150 millones de pesetas, embargado y en Tercera sólo lo hace alguien que si es necesario es capaz de coser los balones a mano. Campanero, el eterno blanquiverde, lo hizo.