Por más que suene a perogrullada de las grandes, la vida no es otra cosa que el duro ejercicio cotidiano de arrastrar los pies intentando llegar a alguna parte, en un viaje a veces estéril marcado por los imprevistos, por las paradas voluntarias o forzadas que, con mejor o peor fortuna, consciente o inconscientemente, van haciendo callo en el alma y es preciso endulzar con un repetirse en voz queda aquello de «todavía hay esperanza», o «aún nos queda mañana». Otra cosa es que sea así.

Vivir es el regalo más hermoso que jamás disfrutaremos, por más que haya quien renuncie a él, arriesgue de forma insensata, o llene sus días de infelicidad militante persiguiendo quimeras vestidas de capitalismo feroz, sin llegar a entender nunca que lo más valioso, importante, hermoso y de verdad lo tiene siempre al alcance de la mano y radica en lo cotidiano, lo pequeño, eso que llena nuestra existencia sin que con frecuencia nos apercibamos siquiera, cegados por la codicia y la cicatería. Muchos llegan al final sin haberlo siquiera comprendido, y ellos sí que son dignos de lástima. En ese camino arduo, plagado de baches, tropezones, curvas más o menos cerradas, sorpresas, sobresaltos, desgracias y algunas alegrías, vamos desde el nacimiento coincidiendo e incorporando a toda una serie de personas que conforman nuestro paisaje sentimental, nuestro entorno, nuestras referencias. Hablo de la familia, sí, pero también de los compañeros de escuela, colegio o universidad, los amigos, los vecinos, y en general todos aquéllos que admiramos, queremos u odiamos. Son nuestro particular sostén; el báculo en el que apoyamos nuestro andar diario; el destino final de nuestra amplísima gama de emociones; hogar, puerto, guía, cielo y también infierno.

Evitamos así de manera natural e intuitiva -nosotros, seres sociales por definición y genética- hacer el viaje solos; llenamos de sentido y de contenido los trabajos y los días; descubrimos alborozados, en diferentes contextos y niveles, que nuestra tendencia innata es ser gregarios, formar una familia, movernos en un microcosmos construido laboriosamente en el que nos sentimos a gusto y protegidos. De ahí el desgarro terrible cuando, conforme vamos quemando etapas, sumamos años y nos acercamos a ese tiempo de descuento biológico que en el fondo representa hoy la vejez prolongada -el ser humano es un robot diseñado para vivir cincuenta años; el resto nos lo regalan los fármacos, dice un amigo médico-, nuestro particular paisaje empieza, poco a poco, a despoblarse; vamos perdiendo apoyos; nos quedamos progresiva e irremisiblemente un poquito más huérfanos; llega un momento, lacerante, en que conocemos más gente dentro que fuera del cementerio. Esto, que afecta por igual a urbanitas y a quienes tienen el privilegio de seguir enraizados en el medio rural, se nota mucho más sin embargo cuando se es de pueblo y se tuvo que dejarlo pronto, comenzando a vivir apenas. Quienes después de varias décadas siguen volviendo al lugar donde un día fueron felices y del que a pesar de todo se siguen sintiendo parte, lo primero que notan siempre son las ausencias -efecto acentuado en su caso al participar de ese doble carácter cultural que aporta la urbe a quien nació, creció y mamó de las ubres siempre fecundas de un pueblo-, a comprobar que falta gente, a probar en su carne las pérdidas. Es la metáfora más efectiva del propio acabarse. Por eso, en tiempos difíciles como los que nos está haciendo vivir el covid -en combinación letal con la ineptitud y la estupidez de tanto político de intelecto magro y escasos escrúpulos-, ver cómo desaparece nuestra gente en soledad, sin haberla podido despedir o acompañar en la muerte como lo hicimos en la vida, añade sufrimiento al orden lógico de las cosas, en estos momentos cruelmente trastocado; porque para hacer aún más dramático todo, el bicho parece además diseñado ex profeso para «limpiar» la sociedad de rémoras.

Lo cantó el gran Carlos Gardel en su tango ‘Nostalgias’, conocido en España por alguna versión más reciente, parcial y descafeinada: «Gime, bandoneón, tu tango gris. /Quizás a ti te hiera igual/algún amor sentimental./ Llora mi alma de fantoche/solo y triste en esta noche, /noche negra y sin estrellas./ Si las copas traen consuelos,/aquí estoy con mis desvelos/para ahogarlas de una vez...». Viene el otoño, y con él el acortarse de los días, vencidos a su pesar por el declinar vespertino; la caída, tan hermosa como melancólica, de las hojas; el placer inmarcesible de las primeras lluvias; el crujir premonitorio de huesos; los revoltijos emocionales y el tiempo de las ausencias, esa tiranía sentimental de los que ya se fueron y se llevaron con ellos una parte de nosotros. Como Ángela Ramírez, paisana y amiga, que ha dejado un vacío enorme en el paisaje humano de mi tierra chica. Artista, carismática, insustituible y generosa, allá donde estés, vaya para ti mi recuerdo, mi cariño y mi homenaje emocionado.

* Catedrático de Arqueología de la UCO