Entre las muchas reflexiones contenidas en el libro de Irene Vallejo, El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo, me llamaron la atención en particular las referencias a su profesora de Griego del instituto y las consideraciones que, al recordar sus clases, hace acerca del ejercicio de la profesión docente: «Años después, cuando yo misma me he tenido que enfrentar al vértigo de una clase, he comprendido que hace falta querer a tus alumnos para desnudar ante ellos lo que amas; para arriesgarte a ofrecer a un grupo de adolescentes tus entusiasmos auténticos, tus pensamientos propios, esos versos que te emocionan, sabiendo que podrían burlarse o responder con cara de piedra e indiferencia ostentosa». En efecto, todos cuantos ejercen, o han ejercido, la profesión de docente con responsabilidad saben que no solo en tus inicios, también al comienzo de cada curso, es como asomarse al filo de un precipicio, sin poder determinar con claridad cómo te ven quienes te miran desde el otro lado, y sobre todo si serás capaz de hacerles llegar tu entusiasmo por una materia que quizás a muchos de ellos no les interese, o no la valoren, o lo que en mi caso era peor: que te pregunten para qué sirve la Historia. Ante esa cuestión, contaba con la ventaja de que Marc Bloch comenzaba uno de sus libros con esa misma interrogante y su respuesta inicial era que, cuando menos, la Historia distrae, y esa era mi primera respuesta para pasar después a explicar que teníamos por delante un curso para que comprendieran los métodos de trabajo del historiador, los que fundamentaban el contenido de su libro de texto. Y, por supuesto, debían quitarse de la cabeza que nuestra materia era una sucesión de nombres y fechas que debían memorizar.

Antes de trabajar en la enseñanza pública dediqué varios veranos a la práctica de las clases particulares. Empecé, junto a un amigo y compañero, cuando los dos teníamos solo diecisiete años, gracias a la confianza que mostró hacia nosotros un maestro que tenía su academia (así la llamábamos) y que en un momento determinado decidió descansar durante los veranos, y nos dejaba sus instalaciones y sus alumnos, que como se podrá suponer, eran los suspensos que debían acudir a los exámenes de septiembre. En realidad, se trataba de preparar para aprobar, y en general no nos fue mal. También en Sevilla realicé esa actividad durante un curso, al tiempo que me preparaba las oposiciones de profesor agregado de instituto. Aprobé a la primera, y entonces pude centrarme en exclusiva en la Historia, como docente y como investigador. Hace ahora quince años, en un acto de comienzo de curso, me invitaron a dar una conferencia en uno de los institutos de mi pueblo, el Alcalá-Galiano, el colega que me invitó me pidió que hablara de mi experiencia como docente. Hubo dos cuestiones que procuré dejar bien claras. La primera, que siempre consideré que mi trabajo debía tener una consideración desde el plano de la profesionalidad, no desde el de la vocación, que era lo que casi siempre se supone de los docentes. La segunda, que en mis clases intentaba que se reconociera mi auctoritas, no mi autoritarismo, es decir, mi compromiso con estar al día en los conocimientos de mi materia.

En los centros docentes, en especial en los de Primaria y Secundaria, se gesta la formación como ciudadano. En la actual coyuntura política, tan particular, leo, escucho y veo muchas declaraciones y opiniones muy alejadas de lo que debe ser un comportamiento racional, a veces de jóvenes que podían haber sido alumnos míos, entonces pienso que en algo hemos debido fracasar en estos años de democracia, cuando no hemos sido capaces de sacar adelante aquello que ya en el siglo XIX reivindicara Giner los Ríos: una formación del espíritu racional.

* Historiador