Hubo un tiempo, no ha muy lejano, en el que cualquier gobierno recién llegado, con independencia de su color político, gozaba de cien días de cortesía para poder aterrizar en la institución de turno con la tranquilidad que otorga la ausencia de críticas por parte de los adversarios políticos. Eran tres plácidos meses en los que los nuevos responsables públicos se sabían a salvo de la natural intemperancia que caracteriza al contrincante tipo.

Hoy día no es así. Las cachiporras están levantadas desde la misma sesión de investidura y, cuando menos se lo espera uno --aunque con cámaras y micrófonos delante, que es donde está la gracia--, el oponente asesta su pullazo con más o menos habilidad, según el caso, y manda los cien días de cortesía a donde ustedes ya saben, para regocijo de una feligresía ávida de sangre. Política, se entiende.