Alguien debería decirle a los líderes de los cuatro grandes partidos que, en algún momento, tendrán que abandonar Neverland y olvidarse de Peter Pan. A la nueva generación de líderes de la política española le ha llegado la hora de crecer. Cuando, como Pedro Sánchez, quieres ser presidente y no sumas los votos suficientes, no queda otra que buscar socios y compartir el ejercicio del poder. Cuando, como Pablo Iglesias, has quedado el cuarto y perdido un millón y medio de votos, debes ser humilde y flexible en tus peticiones. Cuando, como Pablo Casado, has perdido más escaños de cuantos fuiste capaz de conservar no eres alternativa. Cuando, como Albert Rivera, aspirabas a ser el segundo y llegaste el tercero, no puedes actuar como si fueras el líder de la oposición.

El aspirante Sánchez compareció ante el Congreso con el mismo discurso que tenía preparado antes del paso atrás de Iglesias. Como si nada hubiera pasado, nos endosó una conferencia llena de lugares comunes, espolvoreados sobre la idea central de que él ya había hecho su parte y les toca a los demás dejarle gobernar. Solo muy al final dijo algo que sus socios potenciales pudieran interpretar como oferta. Muy poca señal para vislumbrar que el candidato ha entendido, por fin, que un Gobierno de coalición no equivale a una desgracia y el secreto reside en lo mismo que en cualquier empresa o sociedad: van mejor cuando todos los socios ganan. A su favor, trazar un discurso de base tan amplia que sirve como pista de aterrizaje para cualquier acuerdo.

Casado salió a liderar la oposición pero se quedó en una versión más modosita y educada de las consignas de la plaza de Colón. Han mejorado sus formas y tono, pero su discurso sigue pareciendo la insoportable levedad del tertuliano. Veinte veces apeló tiernamente al sentido de Estado de un partido que lo perdió el día en que se fue Rajoy.

El líder naranja ha decidido que el camino a la Moncloa pasa por la derecha extrema y la hipérbole dialéctica y morirá en el empeño. No esperen cambios. Intentó compensar su falta de diputados con gasolina dialéctica y acabó quemado en su fuego abrasador. Al candidato le bastó con negarse a bajar al barro.

Iglesias hizo lo que tenía que hacer y reivindicó su gesto y la fórmula del Gobierno de coalición frente a la frialdad del candidato, pero sin quemar ningún puente, ni romper nada irreparable. Al aspirante no le quedó más remedio que entrar en faena y hablar de la coalición y sus problemas y declararse dispuesto a asumir el riesgo. Ni Iglesias ni Sánchez disponen de un relato solvente para justificar, ni el fracaso de la investidura, ni una repetición electoral. Ninguno lo tenía antes y ninguno lo tiene ahora. Si creen lo contrario, se equivocan y mucho antes de lo que piensan lidiarán con la santa indignación de sus propios votantes, no con su paciente decepción.

La mayoría de izquierda que votó en abril ya sabe que necesitamos un Gobierno progresista, feminista, europeísta y ecologista. A veces hay que saber parar y bajarse del tacticismo sin fin, aceptar las cosas como son y ponerlas a funcionar. El simple ejercicio de una política realista, pragmática, flexible, donde el compromiso y el acuerdo sean una oportunidad, no un problema, basta para obrar el milagro.