Solo ausencias de difícil justificación en un ajustado Parlamento o una pirueta in extremis con forma de dimisión de Mariano Rajoy podría evitar que, hoy, el socialista Pedro Sánchez se convierta en el próximo presidente de España. Y que haya una inminente mudanza en el Palacio de la Moncloa. Que se designe a un nuevo Ejecutivo paritario. Que se impulse un breve plan de gobierno para derogar algunas leyes del PP y modificar otras fundamentalmente sociales y se inicie una etapa, según explicó el líder socialista, donde se asuman coyunturalmente los Presupuestos populares y haga regeneración. Y se prime el diálogo con Cataluña y Euskadi, para cerrar el telón con un adelanto electoral «consensuado» en el calendario.

Rajoy y sus colaboradores negaron por activa y por pasiva que vaya a producirse una dimisión gubernamental que haga caer la moción de censura contra el Ejecutivo. «¿Para qué?», se preguntaban ya en voz alta y sin disimulos en los pasillos del Congreso dirigentes como Soraya Sáenz de Santamaría, María Dolores de Cospedal y Fernando Martínez-Maíllo, que echaban cuentas ante los periodistas y concluían -como en los días previos lo habían hecho en sus despachos- que la aritmética parlamentaria no les permitía garantizar que, con un paso atrás de su jefe y tras pasar a estar en funciones, ganaran una investidura con otro aspirante popular. Así que empezaron a digerir que vuelven a la oposición. Y que no tendrán piedad.

En ningún momento se ha pensado, parece, en la marcha de Rajoy por asunción de responsabilidades tras la sentencia del caso Gürtel. El aspirante Sánchez se lo solicitó en varias ocasiones durante el debate-«váyase, señor Rajoy, y acabe con esto aquí y ahora»-, alegando que su plan como líder del PSOE no era llegar al poder tan rápido, sin urnas y con el apoyo de cinco grupos parlamentarios, incluidos nacionalistas e independentistas catalanes. Pero no fue escuchado. Se le pidió que no esperara la dimisión de postre.

OCHO HORAS EN UN RESTAURANTE / El jefe del PP se quedó en el Congreso durante la mañana del jueves para replicar a Sánchez. Para avisar a grupos como el PNV que estaban pensando si avalar o no a un PSOE que también tenía su cupo de corrupción y que se estaba adentrando en una aventura política imposible, que podría perjudicar los intereses del país. Alertó de los riesgos económicos y para la integridad territorial. Se burló de que el PSOE, que rechazó los recientes Presupuestos, ahora caiga en la «incoherencia» de quedárselos prometiendo que empezará a trabajar en los de 2019.

El líder socialista le espetó que si tanto le preocupaba la estabilidad, podía haber reaccionado ante la corrupción y haberse evitado este trago. Entraron en un largo rifirrafe. Quedaba ya poco para que estallase el anuncio peneuvista de que apoyarían la moción del PSOE. Cuando se hizo oficial, Rajoy ya se había ausentado del hemiciclo (¡para qué oír cómo le daban ya por un muerto político!) a refugiarse en un restaurante ubicado a un kilómetro del Parlamento, con algunos de sus fieles fontaneros.

Cospedal estuvo con él también, se fue y regresó en varias ocasiones al local. Las ministras Dolors Montserrat y Fátima Báñez compartieron mantel. Allí se encerró el todavía presidente durante más de ocho horas para estupefacción de muchos, que le hacían encerrado en un despacho con cábalas sucesorias o en el palacio monclovita haciendo cajas.

Rajoy eligió cómo pasar su última tarde presidencial. Bien rodeado, en un sitio público y sin dimitir. Ni por estrategia ni por responsabilidad. Obviamente haber elegido esta última opción hubiera significado derruir el discurso que la cúpula del partido ha construido y mantenido nueve años, esto es, que los conservadores fueron perjudicados por una trama corrupta que los utilizó de forma parasitaria y de la que no sabían «nada» en la calle Génova, pese a que su extesorero Luis Bárcenas (en prisión sin fianza) era parte fundamental.

El problema es que la Audiencia Nacional sí condena al PP por haberse lucrado con las fechorías de esa red y apunta, incluso, que está probado que el partido ha contado durante años con una caja B que le ha permitido como mínimo ir dopado a elecciones. Esas conclusiones judiciales son las que han arrastrado a Rajoy hacia este callejón sin salida que no esperaba.

Los populares daban sus escándalos de corrupción por amortizados desde hace tiempo, pero su falta de reacción ante el fallo que se hizo público el pasado jueves -24 horas después de haber aprobado los Presupuestos con el PNV- les han conducido a una inesperada moción de censura. Y a una abrupta rescisión de contrato que deja a los populares desnortados.

Mientras tanto, los socialistas intentan superar su vértigo y a hacer planes. Sánchez aún debe terminar la jornada parlamentaria de hoy -después de haberse mostrado durísimo en la tribuna con Cs, conciliador con Podemos y comprensivo, en lo humano, con un Rajoy obligado a abandonar- y la votación de la moción. Le sobran avales. Después tendrá que tomar posesión de su cargo en La Zarzuela y perfilar el que será su Consejo de Ministros y ministras (ha prometido paridad). Según lo esgrimido en su discurso, pronto tendrá dos citas claras en su agenda: una reunión con el president Quim Torra y otra con el lendakari Iñigo Urkullu.

El jefe de los socialistas ha garantizado diálogo y un intento de cambio de etapa. Rebajó el tono con los independentistas catalanes y eso gustó en PDECat y ERC. No tanto en los escaños populares, donde ya se pone en duda si se mantendrá en la línea marcada mientras apoyó el 155 junto al PP o ahora «se olvidará de no es no a los secesionistas para decirles sí a todo». No es arriesgado apostar que el territorial será, sin duda, duro campo de batalla para Sánchez con los populares y con los naranjas.