No hay persona, y menos si es cordobés, que no se le encoja el corazón al vivir un incendio en la Mezquita, por muy simulado que sea. Ese fue el caso de turistas, curiosos, vecinos y viandantes que se vieron sorprendidos ayer por el despliegue de emergencia de ayer, un operativo que cogió por sorpresa (como mandan los cánones de todo simulacro) incluso a personas muy cercanas a los responsables. El propio presidente del Cabildo Catedral, Manuel Pérez Moya, reconoció que su teléfono echó humo desde que comenzara el simulacro. Ni los periodistas estaban advertidos.

Los más metidos en el papel sin duda eran los del servicio de vigilancia mientras que la Policía Local daba una de cal y otra de arena para tranquilizar a los presentes sin quitarle realismo al simulacro, no fuera que el miedo por la ficción terminara provocando más daño que un incendio real. Los turistas también se mostraban disciplinados. "Estoy triste porque quiero entrar, pero estas cosas son necesarias", creo que decía Julie Westland, de Australia. Más enfadado parecía Giorgio Breno, de Módena (Italia), aunque pronto cambió de opinión cuando salió a colación el reciente desastre del barco Costa Concordia. El turismo no está reñido con la seguridad.

En el interior, entre idas y venidas de agentes y bomberos, un operario sostenía la maquinita del susto , un vaporizador de parafina que expulsa vapor de agua y anhidrido carbónico, un humo blanco no tóxico, pero que ayer la lió parda.