Ganaron por un Niño pero jugaron como hombres. España encontró la gloria que perseguía y cerró al fin la larga deuda que tenía consigo misma y con todos aquellos que llevaban toda la vida enterrando sus ilusiones, bajo el añejo recuerdo del gol de Marcelino (1964), un recuerdo en blanco y negro de otra época que hoy tiene un heredero en color, obra de un grupo de jóvenes frescos y atrevidos. España reina en Europa sin que nadie pueda discutirle el trono. Nadie ha sido mejor. Nadie lo ha merecido más que ella. La imagen de Iker Casillas levantando la copa frente a una Alemania desparramada por los suelos escenificó el triunfo de un equipo que ha cambiado la historia. Y lo ha hecho con un estilo del que nadie puede renegar. Esta España sí enamora.

Ganaron por un Niño y por un gol, pero merecieron mucho más. España se comportó como un gigante, ajena a un pasado que la empequeñecía frente a la poderosa Alemania. El triunfo de anoche no merece ser un punto final sino el inicio de una nueva era que la mantenga a la altura de los grandes. Este grupo debería marcar el camino para un futuro alejado de lo que durante largo tiempo fue una selección con muchos dueños pero que no llegaba a muchos corazones. Por encima de patriotismos malentendidos, este equipo se ha ganado la admiración por lo que es en el campo y por su naturalidad fuera.

DE ARKONADA A PUERTA. Anoche, en medio de esa borrachera de gloria, hubo gestos que reforzaron esa sencilla grandeza. Desde el manteo a Luis Aragonés, la peculiar figura que ha sabido conducir una selección que tantos y tantos desean manejar a su antojo y que se marchó al vestuario para ceder todo el protagonismo a sus chicos, hasta esas dos camisetas que aparecieron a la hora de recoger las medallas. La de Arkonada que lució Palop, en un homenaje a la figura sobre la que muchos descargaron sus rencores más alla de aquel balón que se le escurrió hace 24 años en París, y que ayer estaba en la grada, disfrutando de un éxito al que otros dieron la espalda. Raúl también estaba invitado, pero no apareció. O Sergio Ramos, con una zamarra blanca y el número 16 a la espalda. Sí, la gloria también fue para Antonio Puerta, el desaparecido sevillista. Enorme.

España acabó bailando frente a una Alemania que solo en el primer tramo del partido dio un paso adelante. El peso de la historia andaba por ahí merodeando y no era fácil sacudirse de encima tanta espera, tantos anhelos, tanto camino a medio andar, y mucho menos frente a quienes llevan toda la vida jugando partidos como el de anoche.

Pero, poco a poco, España fue dejando atrás esos miedos y se sintió lista para la batalla. Adiós a los complejos, adiós a los fantasmas, adiós a ese temor que siempre le llevaban a quedarse atrás y a echar por tierra tantas y tantas ilusiones.

En cuanto se fue arriba, en cuanto Xavi, Iniesta y Cesc se apoderaron de lo que es suyo, de la pelota, el signo del partido empezó a cambiar. De principio a fin. Dos ocasiones de gol, con un poste de Torres, fueron el preámbulo de lo que estaba por llegar. Xavi, quién si no, le metió al Niño el balón que marcará para siempre su vida, en una carrera que dejó muy malparado a Lahm y que pilló a medias a Lehmann. Un toque suave con el pie por encima del portero, y el balón echó a rodar, mansamente.

Alemania empezó a morir, aunque nunca llegara a hincar la rodilla. Ballack, con un corte en la ceja, tras topar frente al duro Senna, sangraba por fuera, pero Alemania sangraba por dentro y acabó muerta. Pudo ser peor. En una jugada, España tuvo tres goles a tiro. Pero le bastó el del Niño, un gol de este siglo para un equipo de estos tiempos.